Susana Gisbert. /EPDA El otro día leía en redes algo que me hizo mucha gracia. Era una de esas frases anónimas con imagen de fondo y letra cuidada y decía algo así como que resultaba increíble que los niños y niñas de hoy prefieran disfrazarse y repartir caramelos, con lo divertido que es ir al cementerio a limpiar lápidas. Se refería, obviamente, a la cercana festividad del 1 de noviembre.
La ironía es evidente, pero también es evidente la realidad. Y es que, por poco que nos gusten las fiestas importadas, aquí es comprensible. Nada que ver con otros casos, como con el del gordinflón Santa Claus tratando de eclipsar a nuestros tres Reyes Magos que, además de ser más majos, tiene la incontestable ventaja de ser tres frente a uno solo y, por tanto, tienen mayor capacidad de transportar regalos, que es de lo que se trata.
Pero lo de Halloween es otra cosa. La fiesta anglosajona, introducida en nuestras vidas a lo largo del tiempo por medio de series de televisión y películas, se presenta como algo divertido frente al recogimiento y sobriedad de nuestra fiesta de Todos los Santos, y eso no hay comparación que lo resista. Es difícil, si no imposible, explicarle a una criatura que, mientras sus congéneres de otras latitudes se disfrazan y festejan, hay que ir a rezar al cementerio.
O que hay que ver una obra de teatro donde un señor con calzones seduce a una monja, en vez de hacer una maratón de películas de miedo que, aunque a mí nunca me gustaron, parecen encantar a la gente joven. El pobre Don Juan Tenorio pierde por goleada.
Confieso que nunca entendí muy bien lo de “truco o trato”. Seguramente, porque cuando yo era pequeña se estilaba más lo de las lápidas y el recogimiento y, como único acicate festivo, además del día sin cole, poder comer unos dulces llamados “huesos de santo” -que, por cierto, están riquísimos- Pero si hubiera podido elegir, estoy casi segura de que nuestros santos, todos ellos. hubieran perdido la partida. O sin casi.
Siempre he sido partidaria de mantener las tradiciones, pero cuando sean razonables y ajustadas a los tiempos. Y en los nuestros, en que la religión dejó de ser el centro de la sociedad, es difícil explicar ciertas cosas. En especial, lo de las lápidas, cuando ahora gran parte de los entierros tradicionales han sido sustituidos por incineraciones.
No se trata de no recordar a nuestros muertos. Yo los recuerdo a diario. Pero quizás habría que revisar ciertas cosas para que la fiesta tenga sentido. Y no sea engullida definitivamente por calabazas y zombies llegados de ultramar
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