Desde que se acuñara
anecdóticamente el término en la Asamblea Nacional Constituyente de
la Revolución francesa para designar a aquellos que defendieron
mantener el poder absoluto del monarca, frente a quienes respaldaron
la soberanía nacional, la Derecha política ha quedado asociada en
lo sucesivo con “aquellos que se oponen al cambio político y
social” o si se prefiere el modo positivo, la preferencia por la
“defensa de la tradición y el mantenimiento del estatus social”.
Ante
un orden mundial incierto, pero definitivamente abierto hacia valores
como la igualdad, la solidaridad o la justicia, a la derecha española
aún le quedan restos genéticos del tradicionalismo y el franquismo,
pese a jurar con biblia y crucifijo su aceptación del juego
democrático en forma de paloma reformista, y de ser unos artistas
del gatopardismo en el alambre de los nuevos espacios políticos
surgidos de la brega por
el reconocimiento de los derechos y las libertades que otros habían
conquistado.
Condenados
por corrupción, - unos -, sin que hayan salido todavía del túnel
judicial; otros, han vivido de la mamandurria y la financiación
extranjera hasta que puedan sacar provecho de la democracia en la que
no creen. Defienden su querida meritocracia de títulos ficticios y
cargos, fruto
de las influencias y el nepotismo; y para detentar el poder, no le
hacen ascos a la
guerra sucia del transfuguismo o a la quiebra de la obviedad y la
evidencia lógica.
Dícense
contrarios
a la intervención del Estado y al pago de impuestos para sufragarlo,
pero algunos de estos españoles fugaron su capital a Suiza o a los
suculentos paraísos fiscales, hasta que Montoro ideó una amnistía
de verdadero chollo selectivo. Y para los poco espabilados, siempre
cabe una política de rebajas impositivas que favorezcan a las rentas
altas, o que directamente eliminen impuestos molestos, como el de
sucesiones.
Quieren
cada vez menos Estado, pero no tiene dudas en mantener un Estado
fuerte que le garantice mantener el poder (fuerzas del orden público,
ejército, leyes represivas), e imponer su exacerbado
nacionalismo centralista, si fuera el caso.
La derecha abomina
del igualitarismo y critica la extensión del reconocimiento de
derechos sociales. Por eso, saben,
y no les importa, que la consecuencia inmediata de no recaudar son
los recortes que afectan a los recursos públicos básicos de que
disponen las clases sociales menos favorecidas: la sanidad,
la educación, la dependencia, las pensiones, … esas prestaciones
que ellos pueden costearse por lo privado, y que, de paso, también
sirven para enriquecerse externalizándolas a cambio de un
porcentaje.
Niegan
el cambio climático, se oponen o desvirtúan la violencia de género,
interpretan posesivamente la patria potestad y los derechos de sus
hijos, no les conmueve la desgracia de los inmigrantes (aunque sean
menores), odian a los catalanes, rechazan la diversidad sexual,
detestan a los que no les hablan en castellano, …
La
derecha española, - sin distinción porque a ellos no les inquieta
distinguirse -, obediente a su ancestral querencia, en un ejercicio
delirante de defensa de un statu
quo
caduco y viejuno ha liberado su Thanatos,
su pulsión por satisfacer los impulsos agresivos y destructores con
el riesgo incontrolable de revivir los momentos más infames de la
humanidad. Ha vuelto el “muera
la inteligencia, viva la muerte”.
Si
la vida se nos desvela erótica,
como la búsqueda y construcción del bienestar, de la sociabilidad
natural, del predominio del amor y los abrazos frente a los balazos,
del crecimiento en la alegría de vivir; la derecha extremada nos
quiere conducir al miedo primordial que nos atenaza, nos hace
vulnerables y fácilmente subyugables, o quizás habremos de ser
forzados (incluso con fúsiles de asalto).
Esta
derecha no es constitucional. Ni europeísta, ni civilizada. Frente a
ella, en estos momentos de recesión y degradación democrática,
además del “nos
queda la palabra”,
tenemos la razón, la acción y la esperanza.
Comparte la noticia
Categorías de la noticia