 Esperanza Badía. / EPDA
                    Esperanza Badía. / EPDAEn los callejones que serpentean tras la Catedral de Valencia aún resuena el nombre de Esperanza Badía. En las noches de niebla, los vecinos antiguos juraban que su sombra se deslizaba por las piedras húmedas y los muros de los alrededores del Almudín, buscando el eco de su inocencia, en esas noches, otros rumores dicen, que el aire del Almudín aún huele a romero y miel, como si dejara su estela. 
Hoy una de esas calles se le conoce popularmente como «calle de las brujas». Allí, entre superstición y miedo, nació una de las historias más inquietantes del Siglo de Oro valenciano.
Acusada de brujería cuando la ciudad vivía entre procesiones y superstición, su historia refleja el destino trágico de las fetilleres, aquellas mujeres sabias que el poder religioso convirtió en amenaza.
Esperanza vivía en una modesta vivienda cerca del Almudín, según algunas tradiciones orales. Huérfana desde los 9 años, casada y madre a los 13. Conocía las propiedades de las hierbas, los efectos del romero y la valeriana, y preparaba infusiones que calmaban fiebres o corazones rotos. Su fama de sanadora se extendió rápido, pero el rumor —ese veneno de las ciudades viejas— la convirtió en leyenda. Se dijo que había elaborado una pócima de amor para recuperar a un hombre que la había despreciado. Y en un tiempo en que la pasión femenina era pecado, aquella fragancia de rosas y azufre bastó para despertar el miedo.
Una noche, los alguaciles de la Inquisición irrumpieron en su casa. Hallaron frascos, amuletos, velas… y un cuaderno con símbolos que nadie supo interpretar. Los testigos hablaron de danzas nocturnas y ungüentos capaces de alterar la voluntad. El proceso fue breve y ejemplarizante: destierro, confiscación de bienes y humillación pública. Su nombre quedó marcado en los registros como «fetillera reincidente».
Pero los historiadores coinciden: aquellas mujeres no eran brujas, sino depositarias de un conocimiento antiguo, transmitido de madre a hija. La Iglesia, temerosa de su influencia, las convirtió en chivo expiatorio. Badía representaba el peligro de una mujer libre, capaz de curar sin rezar, de amar sin permiso.
Tras su destierro, fuera de Valencia según la tradición, el rastro de Esperanza Badía se diluye. No hay constancia documentada de su paradero o de su muerte. Su huida al olvido forma parte ya del mito que envuelve su figura.
Quizás su aquelarre nunca existió. Quizás sólo fue una tertulia de mujeres que compartían secretos y anhelos de libertad. 
Y si uno escucha con atención, entre las sombras de Valencia, puede oír el susurro de su voz: «No era brujería. Era conocimiento. Y eso fue lo que más temieron.»
									
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