Recorte de prensa de 1988. /Fernando Darder
Fernando Darder
Fernando DarderRecién llegado de Kiev, (y como siempre que regreso de una misión humanitaria o conflicto armado), me tomo unos días antes de volver a la “normalidad” para recomponer los pedazos de alma que se me rompen y ordenar mis ideas para poder poner en marcha un nuevo proyecto de ayuda de emergencia. Y estando profundamente atrapado entre papeles y teclado, el sonido de un mensaje me saca de mi mundo. Me pareció raro, nadie me suele escribir por ese medio, y movido por la curiosidad lo abrí para encontrarme con una regresión al pasado que me descolocó como hacía mucho que nada lo lograba. “¿Fernando Darder?” al ver el apellido de quien me hablaba, Javori, se me aceleró el corazón y viajé a 1998, cuando la Guerra de los Balcanes era tan noticia como lo es ahora la de Ucrania.
Por aquel entonces, igual que hice hace unos meses para Ucrania, cargué un furgón de ayuda humanitaria: tiendas de campaña, ropa de abrigo y comida, y con la única compañía de mi música, me recorrí Europa para ayudar a quienes necesitaban ayuda urgente para sobrevivir. Recuerdo que al llegar a la frontera entre Montenegro y Kosovo, un grupo de paramilitares me pararon.
No me querían permitir pasar a menos que dejara allí la mitad de los víveres de mi cargamento. Me negué rotundamente movido por la indignación, y algo de insensatez propia de la edad, elevando el tono y mostrando mi enfado junto con mi acreditación de ayuda humanitaria de Esperanza Sin Fronteras. El tipo al mando gritó, la discusión fue subiendo de tono y se acabó radicalmente cuando me apuntó a la cara con su AK47. Cerré los ojos con fuerza y no me dio tiempo a pensar nada más que “se acabó”, cuando un estruendo retumbó en mi cabeza. Afortunadamente, en lugar de pegarme el tiro que esperaba, con rabia, rompió el parabrisas del furgón con la culata de su kalashnikov.
Ahora sí, sin cristal, me permitió continuar. Aunque lo cierto es que conducir en plena ventisca, nevando y a muchos grados bajo cero, se tornó una tarea muy complicada. Me puse todo lo que se me ocurrió… gafas, braga, bufanda… pero no podía conducir así, y menos cuando la oscuridad se adueñó de todo. Así que tuve que parar y con algunos plásticos cubrí el enorme agujero como pude para acurrucarme en un saco de dormir y pasar la noche. Con los primeros albores de la mañana la tormenta arreció y traté de mover el furgón infructuosamente, las ruedas se habían congelado. No tuve más remedio que echarme una mochila al hombro con lo básico, y ayudado de un palo grande, caminar sin rumbo hasta encontrar ayuda. No recuerdo cuántas horas caminé, lo que no podré olvidar es el miedo a las minas antipersona que estaban por todas partes, se me hizo eterno.
Al fin, me encontré con un grupo de chavales que, creo, recogían leña. Los más mayores no tendrían más de 16 años y se quedaron aterrorizados al verme. Traté de explicarles la situación, les enseñé mi acreditación, poco a poco fui ganándome su confianza hasta que logré que me llevaran ante su padre. Él, con cara de pocos amigos y mucha reticencia, decidió darme un voto de confianza. Me llevó a una casa a medio terminar, allí su familia me ofreció un té muy amargo que me supo a gloria, tan calentito… Estuve unas horas allí, esperando a que pudieran traer el camión con el que se ofrecían a ayudarme. Esas horas fueron… raras, incómodas. Aunque nos estábamos dando una oportunidad, había desconfianza mutua y me sentí a su merced y vulnerable. Finalmente, hicieron una hoguera bajo su camión para descongelarlo (no lo hagáis en vuestras casas), y me invitaron a subir para guiarles hasta mi furgón varado. No me acordaba exactamente del lugar y nos costó encontrarlo, pero al hacerlo, los rostros de todos nosotros se relajaron. Y pude notar un antes y un después en su forma de mirarme cuando vieron todo lo que había dentro. Se dieron cuenta de que yo decía la verdad, había traído ayuda.
La familia Yavori
Remolcaron el furgón hasta Lozica, y me contaron que allí vivían 360 familias, que la guerra y la crudeza del invierno les tenía en una situación muy difícil y que necesitaban ayuda. Me tomé todo lo ocurrido como una señal de la providencia. Ellos me ayudaron cuando yo lo necesité y había encontrado el lugar donde realmente necesitaban ayuda. Establecimos allí el almacén y esta maravillosa familia me acogió como uno más, me trajeron voluntarios y organicé toda la logística con su ayuda. Estuve más de un mes con ellos y aunque no recuerdo todos los nombres, sí recuerdo todas las miradas, todos los rostros… ver a los niños recuperar la ilusión y traerme dibujos, corretear a mi alrededor y subírseme por encima.
Pero me doy cuenta de que mi propio cerebro busca recordar esos momentos felices para enmascarar los que me marcaron de por vida. Por ejemplo, el día que yendo con ellos en el coche, a 200 metros de nosotros, en pleno puente, un tractor voló por los aires por una mina antitanque.
La explosión fue tan fuerte que el hombre que lo conducía salió volando como si se tratase de fuegos artificiales… sólo encontramos la mitad de su cuerpo. El tractor se hundió a través del asfalto creando un boquete gigante en el puente, y perdiéndose en las profundidades del río. Todo esto pasó en décimas de segundo. Me duele recordad a aquel pobre hombre, pero sólo puedo pensar en que podríamos haber sido nosotros y agradezco al universo que decidiera darnos la oportunidad de seguir aquí.
Y hoy, 22 años después, una de esas niñas a las que alimenté durante el momento más difícil de su vida, me escribe dándome las gracias por salvarle la vida y me dice que tiene cuatro hijos que están aquí gracias a mí. Y el corazón no me cabe en el pecho de tanto amor que recibo por algo que sencillamente sentí que debía hacer.
Aquella guerra fue cruel, dura, despiadada. Como la que ahora asola Ucrania. Porque la guerra, ayer u hoy, sigue siendo la guerra.
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