Susana Gisbert. /EPDA Cuando yo era pequeña, me ensañaron que las cosas nunca se aclaraban a gritos. Me decían que no tenía razón alguien por gritar más y que las formas eran a veces tan importantes como el fondo. Y yo, que lo creí y lo creo a pies juntillas, llevo aplicándolo toda mi vida, pensando que hacía lo correcto.
Sin embargo, desde hace tiempo, me vengo percatando de que o yo no tengo razón, o a la gente no le han enseñado lo mismo que a mí. O que no lo han aprendido, que también puede ser.
Porque, mire hacia donde mire, se habla a gritos, con poca o ninguna educación y con unas formas que dejan mucho que desear. Para comprobarlo, no han más que ver determinadas tertulias de la televisión donde se grita tanto que quienes estamos al otro lado de la pantalla acabamos por no entender nada.
Pero lo peor de todo es presenciar ese comportamiento en las instituciones. Ver como en Parlamentos y Cámaras de representantes se gritan, se insultan y se faltan al respeto como si estuvieran en un tugurio de medio pelo. O de pelo y medio, no sé muy bien.
Aunque suene a abuela cebolleta -una ya tiene una edad-, no puedo dejar de recordar los tiempos en que las instituciones eran un modelo de oratoria y exquisitez en las formas, sin que eso robara un ápice al mensaje de fondo. Más bien lo contrario. Cuanto mejores son las formas, más fácil es convencer, aunque haya quien crea lo contrario.
Al presenciar esas cosas, siempre me viene a la cabeza algo que me decía mi hija desde que era niña. Ella afirmaba, con toda la sabiduría de quien no ha cumplido diez años, que, cuando le gritaban en clase o en cualquier sitio, se bloqueaba y era incapaz de contestar. Y digo yo que, si ella, a su corta edad, ya era capaz de verlo, cómo es posible que gente supuestamente formada y preparada no lo haga.
Hagamos la prueba. Comprobemos qué pasa cuando en una discusión respondemos a los gritos con una voz pausada y un volumen bajo. El efecto suele ser sorprendente: la gente baja la voz y atiende. Algo que los gritos no habían conseguido por más que superaran todos los decibelios del mundo.
Pensemos, además, lo que estamos enseñando a la gente más joven si utilizamos por todo argumento la violencia verbal.
Así que aprovecho para hacer desde aquí un llamamiento a la educación, y también al sentido común. Porque, como enseñaron de pequeña, no se tiene más razón por hablar más alto.
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