Javier Mateo/EPDA En el Madrid de los
Austrias, cerca de la plaza conocida como “Puerta Cerrada”, se erige un
prodigio arquitectónico que habría hecho las delicias del arquitecto italiano
Francesco Borromini. Se trata de la Basílica Pontificia de San Miguel, una
edificación que, al igual que la arquitectura del s. XVII, aparenta más de lo
que es gracias a un ingenioso uso del espacio y de la ornamentación. Del mismo
modo que Miguel Ángel logró crear esa sensación de grandiosidad en un espacio
reducido con la escalera de la Biblioteca Laurenciana en Florencia (y con ello
dio paso al manierismo y al barroco), Santiago Bonavía ideó una fachada
grandilocuente y monumental, capaz de aprovechar casi milagrosamente las
dimensiones mínimas de un chaflán para dar la sensación de un templo
desorbitado. El despliegue de su teatralidad sorprende al viandante cuando se
topa con él por sorpresa, atravesando la calle de San Justo. En esta iglesia se
interpretó el pasado sábado 27 y domingo 28 de noviembre el oratorio de El Mesías. Cuatro solistas, un gran coro
y una orquesta reducida compusieron su escenografía, que no defraudó a un
público numeroso y entregado.
Llama
la atención que una pieza de estas características se haya convertido en todo
un símbolo para el inicio de la Navidad. Un oratorio compuesto en 1741 que no
sólo incluye la celebración del nacimiento de Jesucristo, sino también su
Pasión y Glorificación celestial. De hecho, en vida de su autor, Georg
Friedrich Haendel, fue tradición representarla durante la Pascua primaveral. El
origen del cambio de esta fecha se desconoce, pudiendo atribuirse incluso a una
importación americana. Curiosamente, los hechos de la vida de Jesucristo se
narran desde textos proféticos y no evangélicos, lo que hace más original si
cabe su concepción como oratorio. Cuando lo creó, el compositor (original de
Alemania aunque residente en Inglaterra) se encontraba atravesando la
cincuentena y había disfrutado de sonoros éxitos recurriendo al estilo italiano
para la concepción de obras escénicas. No obstante, en este tiempo es
consciente del cambio de tendencia en los gustos del público y decide apostar
por un nuevo registro dominado por las obras sacras y una recuperación del
estilo alemán. Además, y lo que es más importante, venía de atravesar una
apoplejía que apunto estuvo de dejarle inmovilizado de por vida. No obstante,
su fuerza de voluntad le llevó a recuperar progresivamente sus capacidades
físicas, y entonces llegó una crisis creativa y económica en su vida. Stefan
Zweig lo narra muy bien en uno de los capítulos que conforman su obra Momentos estelares de la humanidad. Zweig
titula este episodio muy acertadamente como La
Resurrección de Haendel, y no es para menos, pues tras haber luchado contra
tan grave enfermedad el maestro germano parecía incapaz de remontar aquellos
problemas que afectaban a su ánimo (y que aparentaban ser mucho más livianos en
comparación con los de su salud, salvados de forma tan milagrosa). Fue entonces
cuando recibió una carta de Charles Jennens, autor del libreto de su ópera Israel en Egipto. Le enviaba un nuevo
texto inspirado en algunos textos de las antiguas escrituras, que en un
principio Haendel rechazó, pero que esa misma noche y tras una lucha con los
demonios internos que le arrebataron el sueño, decidió retomar y leer de una
vez. A medida que fue pasando sus páginas, sintió como la misma mano divina que
le había derribado volvía a levantarle. Recobrando nuevamente la inspiración,
tomó la pluma y compuso compuso durante 14 días la famosa obra, de principio a
fin: “Las lágrimas oscurecieron los ojos de Haendel […] No podía detenerse;
como un barco con la vela hinchada por la tempestad siguió adelante, adelante.
A su alrededor, la noche guardaba silencio, y una húmeda oscuridad se cernía
sobre la gran urbe. Pero en él la luz discurría como un torrente. E
imperceptiblemente la habitación resonaba con la música del universo”. Zweig
nos relata aquel momento dejando su huella en él, como si hubiese estado con el
maestro en aquella habitación en el Londres del s. XVIII. Sus bellas palabras
consiguen trasladarnos allí, emocionarnos con instantes tan trascendentales
para la historia de la música. El gran compositor había vuelto a resurgir tras
dar a luz tamaña obra, y en agradecimiento decidió destinar los beneficios
económicos de cada una de sus representaciones (dirigidas muchas de ellas por
él) a obras de caridad. Tal fue así que prefirió no publicar su partitura y
donar tras su muerte su manuscrito al hospital Founding. Su estreno en Londres
tuvo un episodio que daría lugar a una tradición, la de escuchar el Aleluya de pie por parte del público.
Esta costumbre la inició el rey Jorge II, cuando sobresaltado por la música de
este fragmento se levantó de su asiento y, con él, el resto de los espectadores
allí congregados.
Uno
de los grandes admiradores de Haendel fue su coetáneo Johann Sebastian Bach.
Durante diversas ocasiones trataría de conocerlo personalmente, sin resultado.
Por otro lado, las diferencias entre las personalidades de ambos compositores
eran grandes: mientras el primero buscaba el gran público, obtuvo grandes
cantidades de dinero por su música y era un estimable viajero, el segundo huía
de las multitudes y prefería una vida más tranquila en el hogar familiar. Así,
de su forma de ser se traslucen músicas diametralmente opuestas en estilo. La
primera más amable y grandilocuente; la segunda más íntima y grave. En La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach
puede conocerse de una forma cercana la personalidad y música de este segundo.
Una lectura muy recomendable e interesante, por el punto de vista escogido para
su narración; y es que este libro se encuentra escrito en primera persona, como
si fuese la esposa del músico quien lo hubiese concebido. Aunque durante mucho
tiempo se consideró de autoría anónima (dudándose de que la autora fuese la
propia Ana Magdalena), actualmente sabemos que su autora fue Esther Meynell y
que lo escribió no en la época de Bach, sino en 1925. De la misma forma que
Zweig, con Meynell asistimos a una descripción precisa del entorno del músico,
tanto que es como si respirásemos el mismo aire que respiraron Bach, su mujer y
sus hijos en la casa familiar. El cariño y admiración de Ana Magdalena por su
marido se trasluce cuando rememora su figura. Un compositor que perdió la vista
con su oficio, escribiendo multitud de partituras que en gran parte se
perdieron, y que milagrosamente recuperó (también en parte) ochenta años
después otro músico, Felix Mendelssohn, tras descubrir que estaban siendo
utilizadas como envoltorio para carne en una carnicería en Leipzig. Una de
ellas sería, por ejemplo, la Pasión según
San Mateo, ensangrentada bajo el alimento. Así lo relata Pere Portabella en
su film El silencio antes de Bach (2007).
Bach será el autor de otro oratorio, este sí
pensado para la Navidad, y que igualmente se interpreta en esas fechas
anunciadas por el calendario de Adviento. El Oratorio de Navidad lo compone Bach en 1734 (previamente al de
Haendel). Sus partes incluyen el nacimiento de Jesucristo, el aviso a los
pastores y su adoración, así como el viaje y adoración de los Reyes Magos o la
huída a Egipto. Llama la atención cómo obras destinadas al recogimiento
religioso han trascendido posteriormente los propios muros eclesiásticos para
ser interpretadas en salas de concierto o reproducidas en tocadiscos, aparatos
para CD, DVD o a través de programas de ordenador o aparatos reproductores
portátiles de música digital. ¡Quién podría decirle a Haendel que su Música acuática, pensada para ser tocada
por un conjunto de cincuenta músicos en una barcaza que acompañaría a otra
donde navegaba el rey Jorge I por el río Támesis, sería registrada y escuchada
infinitas veces en cualquier lugar y momento por quien así lo deseara! Y, lo
que es más importante: ¡quién le diría a él y a Bach que su música continuaría
viva más de trescientos años después!
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