Carlos Gil.Que
la Justicia sea noticia, no
es una buena noticia. Cuando, en los tiempos que corren, un
fallo del Tribunal
Supremo sea apertura en los noticiarios durante quince días y
genere uno de los
mayores chascos que recuerda la opinión pública en los últimos
años, es un
claro presagio de que algo no funciona bien en nuestro sistema
democrático.
El
asunto de los impuestos de las
hipotecas ha llegado a generar uno de los mayores ridículos
recientes de la
Justicia española. Que el Tribunal Supremo emita una
sentencia, que al minuto
la retire para volverla a analizar (digo yo, ¿qué habrían
hecho hasta
entonces?) y vuelva a sacarla, quince días después, en sentido
totalmente
contrario, es algo que, a la historia, le resultará difícil de
explicar de
forma coherente.
Ahora
bien, fuese cual fuese el
sentido de la sentencia, ¿alguien tiene dudas de que el
impuesto lo iban a
acabar pagando los clientes? En mi trayectoria profesional, no
he conocido
nunca a ninguna empresa que haya sido capaz de sobrevivir sin
repercutir a sus
clientes todos los costes del producto. Si los bancos deben
hacerse cargo del
pago del impuesto, todos sabemos que acabarán cobrándolo, como
sea, al cliente
para volver a equilibrar su cuenta de beneficios.
Pero
la fijación que tiene este
Gobierno, alentado por sus socios principales, con la
necesaria demonización de
los bancos hace que no importen los motivos que sean
necesarios para dejarlos
en evidencia ante la opinión pública. No vengo a defender a
los banqueros, pero
tampoco dejo de considerar que son empresas privadas que, como
todas, persiguen
una maximización de su beneficio bajo un modelo de libre
competencia donde el
cliente es, también, libre de serlo o no.
La
consecuencia principal que acabará
generando este cerco incansable a las entidades bancarias no
será otra que un
nuevo bloqueo de las operaciones de crédito, como ya ocurrió
en los peores años
de la crisis, que conllevará un nuevo hundimiento del sector
inmobiliario, con
el efecto que todos sabemos que esto tiene en España.
La
solución es mucho más
sencilla. Si no queremos seguir cargando un impuesto a la
cartera de los
contribuyentes, retiremos ese impuesto. Al fin y al cabo,
tenemos un sistema
tributario tan complejo como nuestra organización
administrativa. Con menos
figuras tributarias, más efectivas y eficientes, el esfuerzo
fiscal de los
ciudadanos tendría una distribución más justa y generaría
menos problemas al
desarrollo de la economía. Pero eso requiere reflexión y ganas
de afrontar una
reforma estructural tan importante como necesaria y parece
que, mientras Carmen
Calvo no encuentre dónde reenterrar a Franco, que es su
problema principal, las
cosas que ellos consideran “menos importantes” para los
ciudadanos, van a tener
que seguir esperando.
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