Imagen de la Alhambra de Granada. FOTO M. F.
Muchas son las leyendas que se cuentan a los visitantes para llamar su atención ante la Puerta de la Justicia. Antes de entrar les explicarán que Alhambra significa 'fortaleza roja', y que se llama así por el evidente color rojizo que apreciamos en sus muros. Resulta entonces paradójico que los testimonios medievales de que disponemos afirmen que toda la fortaleza estuvo en su día encalada. Los investigadores atribuyen el nombre a la rapidez con la que se levantó el monumento, esta llevó a los obreros a trabajar de noche alumbrados por antorchas y la luz que estas proyectaban sobre los muros blancos debió dar un aspecto imponente y rojizo a la edificación.
'Fortaleza roja' es un nombre que encaja muy bien con este obra de arte, de rojo se teñían sus muros blancos a la luz de las antorchas y de rojo se tiñeron sus suelos de mármol con la sangre que unos y otros vertieron para poseerla. Es sobrecogedor el modo en que los aspirantes al trono (o sus madres) apartaron de su camino a nobles, familiares y a sus propios hermanos para controlar el poder y su emblema: la Alhambra.
Desde los orígenes de la dinastía nazarí (1238) hasta 1492, en que Boabdil pierde la ciudad, se sucedieron 23 sultanes. La mayoría tuvieron reinados muy cortos, llenos de tensiones, intrigas y revueltas palaciegas que acabaron a menudo en fraticidios. Los monarcas, con gran formación cultural y un más que refinado gusto estético no se tocaban el corazón para matar a sus hermanos y alcanzar de este modo el poder.
La sucesión por primogenitura no se sigue en el mundo árabe, pues los sucesores son elegidos por el soberano cuando este siente que se acerca su hora. Esta situación generó muchas tensiones, máxime si tenemos en cuenta que los sultanes tenían varias esposas y que los abundantes hijos habidos de estas uniones tenían los mismos derechos sucesorios. Desde que la favorita de turno quedaba preñada, las compañeras del harem encontraban en ella un obstáculo a eliminar en el camino de sus retoños al poder. La situación se complicaba aún más si pensamos que un mismo monarca tenía hijos de muy diversas edades. Si mostraba preferencia por uno de los menores los mayores buscaban alianzas en otros familiares o nobles para desestabilizar al elegido. Las intrigas se prolongaban en el tiempo y se iban sucediendo según cambiaba la situación de los rivales. Además, las distintas esposas solían provenir de importantes familias del reino, interesadas en que un descendiente asegurase su preeminencia económica y social frente a las demás.
El harem, visto lo visto debería ser el lugar menos apetecible para el sultán en determinadas ocasiones, más que un lugar de placer debió parecer un avispero. A este respecto, y para ceñirnos a la “verdad” histórica hay que señalar el simplismo con el que tradicionalmente se ha concebido el harem. Es este un lugar complejo, un espacio femenino donde se establecieron lazos de rivalidad y de solidaridad, donde se vivía con lujo y se educaba a los hijos hasta determinada edad. Es un espacio que merece un capítulo aparte que lo limpie de la pátina que el cine occidental le ha dado.
Pocos han sido los afortunados que han podido visitar el harem de la Alhambra. Se sitúa en los altos del Palacio de los Leones y es un espacio muy delicado, dispone de un minúsculo patio interior para la expansión de sus habitantes y de celosías desde las que las encerradas podían divisar el Patio de los Leones y sus invitados. Actualmente no se visita porque tiene un acceso complicado y porque la fragilidad de sus materiales constructivos no resistiría la gran afluencia de público que es habitual.
Quizá, los reyes nazaríes construyeron un lugar tan hermoso porque pretendieron olvidar a base de lujo y refinamiento la fragilidad de su poder y de su vida, además del horror que sustentaba su trono.
Muhanmad V, impulsor del Palacio de los Leones, fue destronado y exiliado por su sobrino, Ismail II, que tras dos años de reinado fue asesinado por su cuñado, Muhammad VI, asesinado, a su vez, a manos del rey cristiano Pedro I, mientras buscaba su apoyo. A Mohamed V, que recuperó el poder, le siguió su hijo Yusuf II, que empezó un reinado brillante en lo cultural a costa de encarcelar y asesinar a media familia, hasta que dos años después de su entronización lo envenenaron… La historia de la familia real que levantó la Alhambra se prolonga en un rosario de muertes y traiciones que a menudo olvidamos mientras paseamos por los delicados corredores palaciegos.
Nos deben parecen estos hombres crueles, pero no debemos caer en la idea de que las mujeres que los rodearon lo fueron menos. No debemos ver a la mujer del harem como un objeto únicamente voluptuoso y suave. Ellas también hicieron uso de los pocos recursos que la sociedad machista les dejó para defenderse a si mismas, a su familia y a su prole. La dinastía nazarí contó con mujeres inteligentes y valientes que intentaron jugar sus cartas. De labios de la sultana Aixa, madre de Boabdil, salió una sentencia cruel que aún hoy resuena en los oídos de los cobardes: “llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. A menudo la historia ha comprendido y justificado al hombre en sus actos al tiempo que condena y juzga de manera negativa a la mujer que ha actuado con el “proceder masculino”.
Al acercarnos a esta dinastía encontramos hombres y mujeres que vivieron un periodo convulso, con situaciones muy duras llenas de posibilidades, peligros y miedo. Su lucha por el poder era en muchos casos una lucha por la supervivencia. El que no vencía era aplastado por el vencedor.
De todo ello fue testigo la Alhambra, un espectador mudo que supo aprovechar el buen gusto y el poder de sus efímeros moradores para permanecer más allá de ellos. Creció en silencio y se mantuvo a través de muchas vicisitudes que iremos conociendo poco a poco, para que cuando la visiten sepan valorar en lo que vale aquella maravilla que encarna lo mejor (y lo peor) del ser humano.
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