Blas Valentin. / EPDA El Rincón de Ademuz, ese triángulo excéntrico de la provincia de Valencia encajado entre Teruel y Cuenca, vive con una densidad de población inferior a 6,5 habitantes por kilómetro cuadrado. Cifras que lo sitúan por debajo incluso de regiones como la Serranía Celtibérica (6,99 hab/km²), aunque todavía por encima de zonas más extremas del interior peninsular como los Montes Universales —ese remoto sistema montañoso entre la Sierra de Albarracín (Teruel) y el Alto Tajo, en Cuenca y Guadalajara—, donde la densidad cae por debajo de 1,5 hab/km². Incluso la Laponia finlandesa, paradigma europeo del desierto demográfico, registra cifras más bajas. El Rincón de Ademuz es, así, un caso límite dentro del fenómeno conocido como la ‘España vacía’, que afecta a más del 70% del territorio nacional.
O, como prefieren algunos, la ‘España vaciada’. La primera expresión apunta al resultado; la segunda, al proceso. Pero ambas nombran una misma realidad: el desmantelamiento demográfico y la pérdida de servicios en buena parte del interior peninsular, relegado durante décadas por políticas que favorecieron la concentración urbana y litoral.
Pero en el Rincón no hay vacío. Hay una población menguante, sí, pero con memoria, con vínculos, con estaciones que todavía laten: la Semana Santa, las vacaciones de agosto, las fiestas patronales. Hay casas abiertas, aunque sean solo unas semanas. Hay huertas que se limpian y caminos que se pisan una vez al año, pero se pisan.
Basta volver una vez al año para que el paisaje recobre su lenguaje. Lo sé bien.
Esta comarca no solo sufre la despoblación: la resiste, con lo que tiene. Desde hace años, asociaciones culturales, pequeños negocios, ayuntamientos y familias enteras hacen lo imposible por sostener lo que queda. La economía rural ha girado hacia el turismo estacional, la agricultura de subsistencia, la segunda residencia. Es frágil, sí. Pero sigue ahí.
El Rincón de Ademuz comparte diagnóstico con buena parte del interior peninsular. Más del 70% del territorio español no alcanza los 13 habitantes por kilómetro cuadrado. Más de 1.800 municipios están en riesgo de desaparición irreversible. La situación exige políticas estructurales, no titulares. Infraestructura, conectividad, servicios públicos, incentivos reales.
Y sin embargo, mientras llegan —o no— esas soluciones de arriba, la resistencia viene de abajo: una escuela que no cierra, una carnicería que aguanta, una familia que regresa. Hay un arraigo que no se mide en cifras. Hay un deseo de no desaparecer aunque el futuro esté cuesta arriba.
Hay quienes mantienen abiertas panaderías tradicionales. Hijos que recuperan la casa del abuelo para volver en verano. Viejos oficios que sobreviven en la memoria y en manos que aún los practican. Jóvenes que, tras formarse fuera, sueñan con regresar, aunque sea por temporadas.
No todos pueden, pero algunos lo intentan. Y eso basta para que el Rincón respire.
En muchas casas del Rincón no hay calefacción central, pero hay braseros que siguen encendiéndose en invierno. No hay grandes cadenas comerciales, pero hay quien cultiva sus tomates, quien recuerda cómo se hacía la matanza, quien baja al horno o a la plaza a por pan, o porque hay mercado. La vida no es fácil, pero tampoco ha dejado de existir.
Este artículo no quiere ser elegía. Es testimonio.
Porque mientras haya vida en el Rincón, aunque sea a fogonazos, aunque sea de forma intermitente, no estaremos hablando de olvido, sino de permanencia.
No todo lo que resiste hace ruido. Y no todo lo que calla está muerto.
A veces, quien mejor se recuerda es quien no hizo ruido pero nunca dejó de estar.
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