María Martínez MonteroEn la Dinamarca de cielos grises y campos verdes tuve la oportunidad de vivir una de las mejores experiencias pedagógicas de mi vida. En agosto de 2011, partía hacia tierras danesas, gracias a una beca Erasmus, con maletas cargadas de sueños que poco a poco fueron cumpliéndose. Uno de ellos era el de conocer de primera mano el quehacer diario en un colegio danés, pues, tal y como sabemos, la educación del país vikingo brilla por su excelencia y buenos resultados en el tan conocido informe PISA.
Tuve la gran suerte de realizar mis prácticas de tercer curso de Magisterio en Skovlyskolen, un familiar colegio situado en Holte, un pequeño pueblo al norte de Copenhague. Nada más entrar por sus puertas, me sentí como en casa. Se trataba de un colegio donde cada detalle estaba ideado para crear un entorno familiar, seguro y motivador.
Todos los pasillos del centro desembocaban en grandes espacios, alrededor de los cuales se distribuían las diferentes aulas. Estos espacios contaban con ordenadores para el uso del alumnado, juegos didácticos, sofás para leer o charlar con los compañeros…, todo ello ambientado cuidadosamente. Así mismo, su biblioteca, dotada con gran cantidad de variados y novedosos ejemplares, te invitaba perder la noción del tiempo entre historias y relatos.
El espacio exterior, a pesar de encontrarnos en la siempre mojada y fría Dinamarca, contaba con unas instalaciones que reflejaban la importancia de una educación al aire libre y en contacto con la naturaleza.
No solo fueron sus maravillosas instalaciones las que me conquistaron, sino también la manera de proceder en el aula, o más bien en el colegio. Pues el aula solo se trataba de una estancia más del centro, el proceso de enseñanza-aprendizaje se desarrollaba en cualquier rincón: los amplios espacios ya comentados anteriormente, la zona de recreo, los pasillos, la biblioteca…
Todo ello estaba a disposición del alumno a la hora de realizar las tareas. Esta metodología denotaba la gran confianza existente en los alumnos y el sentido de la responsabilidad que estos demostraban día a día. El trabajo en equipo, el diálogo y el aprendizaje cooperativo eran la base de todas las áreas.
Otro de los aspectos que más llamó mi atención fue el respeto por los ritmos individuales de cada uno de los alumnos, algo que todos conocemos pero que en ocasiones solo queda en simple teoría. Los niños daneses comienzan la educación “reglada” a los seis años, tras haber asistido a escuelas infantiles que les han permitido experimentar y conocer su entorno próximo de manera realmente significativa. Y sí, es verdad, puede que en Dinamarca los niños no sepan leer hasta los seis o siete años de edad, pero en cambio aprenden de forma instintiva el valor de la solidaridad, la cooperación y la empatía casi antes de comenzar a caminar.
Este idílico ambiente educativo es la consecuencia de la estabilidad de las leyes educativas, de la gran inversión de fondos públicos, de la defensa del Folkeskolen (nombre que recibe la educación pública danesa), de una educación abierta y con plena participación familiar, del trabajo coordinado y colaborativo entre docentes… En definitiva, todo ello repercute en la tan ansiada calidad educativa y en la baja tasa de abandono escolar del país nórdico.
Trasladar el sistema educativo danés a nuestro país es tarea imposible, ya que hay aspectos que no se pueden importar, pues la educación va muy ligada a la cultura e intereses de un país. Por ello, no propongo extrapolar todo lo que tuve la gran suerte de conocer, sino que aliento a todo docente o futuro docente a impregnarse de nuevas experiencias en colegios daneses (o de cualquier otro lugar), para poder, con pequeñas acciones, ir mejorando poco a poco nuestro sistema educativo.
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