En los pueblos de la Marina Alta, entre los márgenes del Serpis y las marjales de Pego y Oliva, pervive un esencia de creencias que resiste al tiempo. Los archivos municipales apenas lo rozan, pero la tradición oral lo mantiene con obstinación: mujeres que curaban con palabras, que conocían las hierbas del monte y que, según se decía, podían torcer la voluntad de los enfermos o apartar el mal con una simple oración.
A finales del siglo XIX, los registros de la diócesis de Valencia mencionan casos de «superstición femenina» en la comarca, casi siempre ligados a curaciones. No se hablaba de brujas, sino de dones de mà, mujeres que actuaban donde el médico no llegaba. Preparaban infusiones de ruda, hacían el «señalamiento» con el aceite en el agua para detectar el mal de ojo y recurrían a la Font Salada como fuente curativa. El agua tibia del manantial, rica en azufre, fue durante generaciones escenario de rituales domésticos donde lo religioso y lo mágico se confundían.
Vecinos de Pego recuerdan todavía a una curandera que recitaba plegarias al caer la tarde, frente a la fuente, antes de atender a los enfermos. En Oliva, los más ancianos nombran a una tal Teresa la Roja, falleció en 1948 según testimonios, a la que se atribuían curaciones de mordeduras y fiebres infantiles. Se decía que guardaba en una caja de madera una piedra que «flotaba en el agua» y que solo ella podía usar. Ninguno de esos relatos fue documentado formalmente, pero reaparecen con sorprendente coherencia en testimonios recogidos por etnógrafos locales durante el siglo pasado.
El término bruja llegó después, impuesto por el miedo y la moral. Las dones de mà fueron vistas con recelo cuando la medicina oficial se consolidó y la Iglesia endureció su discurso. Sin embargo, su desaparición no borró la práctica: hoy algunos vecinos aún dejan una cinta roja en las puertas para «cortar el aire» o llevan sal de la fuente como protección.
Hoy la Font Salada es un espacio de recreo, donde familias y bañistas disfrutan del agua cálida. Pocos recuerdan que ese mismo lugar fue, durante siglos, un santuario laico donde se acudía a sanar el cuerpo y a conjurar lo invisible. En el rumor del agua, entre las risas y los chapoteos, aún parece latir la memoria de aquellas mujeres que hicieron del misterio una forma de conocimiento.
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