Rafael Escrig.
La discusión era sobre cómo
estaba urbanizada nuestra ciudad. Yo mantenía –como Leibniz- que,
el nuestro, es el mejor de los mundos posibles. Ponderaba las calles,
su luz, sus edificios, sus monumentos, para mí todo estaba bien y,
en cuanto a la limpieza, ¿qué más se podía pedir? Son problemas
de las grandes ciudades, no puede estar todo perfecto. Una ciudad es
un ente vivo –le decía-, es como una casa ¿acaso no se ensucia
nuestra casa y somos cuatro? Él me rebatía cada cosa. Me decía que
abriera los ojos y que viera las pintadas, la suciedad de las calles,
la mala educación, el tráfico, pero cuando más me decía más
combatía yo sus críticas y continuaba mi defensa insistiendo en la
luz, en el mar, en los jardines. Cuando se me acabaron los lugares
perfectos le hablé de lo bien que se vive aquí, y él siguió en
sus trece, rebatiendo uno por uno todos mis esfuerzos. Al final le
tuve que decir: -¡Basta ya! No quiero seguir discutiendo. Mi ciudad
es perfecta y a quien no le guste que se marche. Salí del local sin
decir adiós, necesitaba que me diera el aire en la cara y sólo
quería dar un paseo disfrutando de aquel hermoso día.
Por el camino, me fijé en
todo lo que iba encontrándome al paso: las innumerables marcas de
los perros en cada esquina, algún que otro excremento en medio de la
acera, pintadas hechas con mal gusto, simples garabatos hechos sólo
por el placer de ensuciar, un banco roto, papeles, cajetillas de
tabaco, bolsas, cristales y colillas sembraban los rincones, baldosas
sueltas en el pavimento y una rama tronchada colgando de un triste
arbolillo. -¡Vaya! ¿Qué me estaba pasando? ¿Todo aquello estaba
allí antes, o es que mi amigo me había contagiado algo? –me dije
con asombro. Casi estuve a punto de cambiar mis ideas, cuando miré
hacia arriba y vi la línea blanca que iba dejando un reactor
dividiendo un espléndido cielo azul, mientras unas palomas se
perseguían en sentido contrario. ¡Qué preciosidad! –dije
moviendo los labios- ¡Qué maravilla de cielo! –insistí. Al bajar
la cabeza, una bola de papel salió despedida desde un coche; subió
la ventanilla y chirriando las ruedas aceleró la marcha sin
detenerse en el semáforo que estaba en rojo. Tuve que tragar saliva
y contar hasta diez para contener mi rabia. Volví a mirar al cielo y
me dije a mí mismo: También puede ser una bonita escena ¿por qué
no? Disco rojo, papel blanco, velocidad, chirrido, cielo azul. Casi
podría considerarse puro arte de vanguardia, y me metí en mi casa
cerrando de un portazo.
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