Susana Gisbert. /EPDA Cada familia tiene sus propias costumbres navideñas. En algunos casos, coinciden con costumbres de la tierra donde crecieron, y es un modo de no perder las raíces, de conservar los buenos recuerdos. En otros, son costumbres propias, aunque de la misma manera pasan de generación en generación.
En mi casa siempre ha habido pastelitos de boniato en Navidad. Pastelitos caseros, hechos por mi madre y mi tía, que aprendieron la receta de mi abuela, que a su vez debió aprenderla de su madre. Cada año, además, con la incertidumbre de las cosas caseras: crudos, o demasiado hechos, más feos o más bonitos, más grandes o más chicos. Pero siempre sabían bien.
Confieso que nunca fui demasiado fan de esos pastelitos. Cuando era niña prefería el turrón de chocolate, o los bombones, o los mantecados envueltos en papel brillante con sabor a limón o canela. Y tampoco entendía toda aquella parafernalia de varios días para encontrar los mejores boniatos, preparar la confitura, amasar y pasar horas dando forma para hornear después. Incluso alguna vez llegué a insinuar que en el horno del barrio también los hacían, con mucho menos lío y que seguro que estaban muy buenos. Me miraron como si estuviera diciendo una blasfemia. Semejante sacrilegio no podía salir de los labios de una hija de mi madre, que zanjó el asunto con un “pero no son iguales”.
No lo eran, desde luego. Aunque nunca llegué a probarlos -pobre de mí si me descubren con pasteles distintos de los de casa- saltaba a la vista que no tenían el mismo aspecto. Los del horno eran regulares, brillantes, idénticos unos a otros, sin agujeros por los que se saliera el relleno, ni trozos quemados o poco hechos. Y seguro que estaban exquisitos. Pero mi madre tenía razón: no eran iguales.
Conforme fui creciendo, fui comprendiéndolo. No eran iguales, ni falta que les hacía. Y sabía que, tarde o temprano, las siguientes generaciones recogeríamos el testigo de aquellos pastelitos de boniato.
Hasta hoy, no me había llegado el día. Aunque en mi generación ya llegó el testigo hacía unos años, yo había ido esquivándolo. Con tanta pericia, además, que por un momento pensé que la cosa llegaría a mis hijas sin pasar por su madre, a la que, todo hay que decirlo, la naturaleza no le concedió el don de la cocina. Pero, como la naturaleza es sabia, este año fue mi hija pequeña la que se ofreció a hacer los pastelitos y acabó enganchándome en la tarea.
Así que esta Navidad también tenemos pastelitos de boniato caseros. Y estoy segura de que a mi madre y a toda mi familia le sabrán a gloria
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