Susana Gisbert. /EPDA Cuando yo era niña, recuerdo escuchar a mis mayores: si no me porto bien, de mayor me envías a una residencia. Las personas de aquella generación pensaban en las residencias de mayores -de ancianos, les llamaban- como una suerte de castigo para quienes “no se habían ganado” el afecto suficiente por parte de sus seres queridos -o no tan queridos, por lo visto- para hacerse cargo de ellos cuando el tiempo y la salud lo hiciera imprescindible.
Era un tiempo en el que no se concebía otro modo mejor de pasar la vejez que en la propia casa, o en casa de los hijos y, sobre todo, de las hijas. Como la Herminia de Cuéntame, vaya.
El tiempo ha pasado y yo pensaba que estas ideas también. Las residencias ya no son un aparcadero de personas sino una de las varias opciones posibles para pasar los últimos años de la vida. Pero la pandemia nos dio una bofetada de realidad cuando sacaba a la luz la situación de alguno de estos lugares donde las personas morían en un número difícilmente soportable para cualquier persona sensible. O, mejor dicho, para cualquier persona normal.
Pasado lo peor de la pandemia, pensé que habíamos aprendido algo. Que aquellas situaciones no eran norma sino excepción y que, si lo eran, deberían dejar de serlo. Pero de pronto, las palabras de un dignísimo señor de San Sebastián de los Reyes nos han dado con la realidad en las narices. Una bofetada que debería tirarnos al suelo de la impresión.
Decía aquel hombre que nuestros privilegios de ahora son fruto de la lucha de entonces, que si hoy podemos tener casi de todo es porque ellos salieron adelante a pesar de no tener casi de nada. Y que no solo se conformaron con sobrevivir, sino que pelearon para hacer de este mundo un mundo mejor para quienes llegábamos detrás. Y tenía más razón que un santo.
Confieso que me saltaron las lágrimas al escucharlo, y que se me siguen saltando cada vez que vuelvo a oírlo. Y me consta que no soy la única, porque aquella voz entrecortada por la impotencia y la indignación tenía la fuerza suficiente para atravesar todas las barreras que nuestra zona de confort levanta.
Es para hacérnoslo mirar. Las sociedades antiguas no solo respetaban, sino que veneraban a sus mayores. Sabían no solo lo que les debemos sino lo que nos pueden aportar, más allá de hacer de cuidadores de nietos a coste cero. Y eso el algo que no deberíamos haber perdido nunca.
Ojalá palabras como estas sirvan para hacernos reflexionar.
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