Susana Gisbert./EPDA Hace unos días conmemorábamos el Día del trabajo, un
1 de mayo que celebramos, paradójicamente, sin trabajar, o al menos sin
realizar la actividad remunerada que constituye, en la mayoría de casos,
nuestro medio de vida. La celebración data de 1886, cuando, en Chicago, se
inició la conocida revuelta de Haymarket, una manifestación que tuvo como
resultado la encarcelación y la condena a muerte de 8 sindicalistas anarquistas,
y que reivindicaba derechos laborales tan básicos hoy como la jornada de 8
horas.
Pero lo que me llama la atención es que, aun ahora,
no ha variado el nombre “oficial” al del “Día del trabajo”, sino que sigue
denominándose “Día del trabajador”. Y ya sé que me repetirán lo del masculino
genérico y todas esas zarandajas, pero creo que sería la hora de repensarlo.
En su día, la referencia a la población trabajadora
en masculino no era simplemente por un uso común en nuestra lengua que todavía
pervive, sino que entrañaba mucho más. En la mayoría de los casos, quienes
trabajaban fuera de casa, y percibían un sueldo por ello, eran los hombres,
frente a las mujeres que permanecían en el ámbito doméstico, realizando una función
dura y poco reconocida que se ha mantenido a lo largo de los siglos y que
durante mucho tiempo se redujo en España a dos letras en su DNI: “sus labores”.
Pero los tiempos han cambiado. Tanto, que la fecha
que en un primer momento se dedicó a las mujeres trabajadoras, el 8 de marzo,
se ha convertido -esta sí, de manera oficial- en el Día de la Mujer, sin más.
Porque, como repetimos hasta la saciedad, todas las mujeres trabajaban, lo
hicieran dentro, fuera de casa, o en ambos lugares.
No obstante, no hemos dado ese paso. Ni en el
nombre, ni socialmente. Comprobaba este 1 de mayo como los medios de comunicación
seguían rotulando “Día del trabajador”, con lo poco que habría costado usar el
verdaderamente genérico “Día del trabajo”. Y, aunque parezca no tener
importancia, la tiene.
Tampoco socialmente están las cosas tan claras como
se cree, o se quiere creer. A pesar de que, al menos en nuestro país, la
incorporación de la mujer a la vida laboral es indiscutible, la realidad es
tozuda y nos muestra que las cosas no son así. El paro femenino, el numero de
horas que las mujeres dedican a los cuidados y las tareas domésticas frente a sus
compañeros varones, o la abrumadora estadística de mujeres que solicitan la
excedencia para cuidado de menores, mayores o personas con discapacidad dan fe
de ello.
Así que sería hora de replantearlo. Porque lo que no
se nombra, no existe.
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