Teresa OrtizEn estas fechas hemos vivido en España unas semanas convulsas en política, en las que hemos visto el comportamiento deshonesto y execrable de tránsfugas, con fugas a los grupos de no adscritos, pero también, políticos con principios y valores que en un momento determinado, ante el conflicto interno que vivían, han decidido dejar el acta y volver a sus profesiones, a la vida civil.
Al respecto de los trásfugas, el primer pacto antitranfuguismo fue firmado en nuestro país en el año 1998, cuando las fuerzas políticas firmaron el "Acuerdo sobre un código de conducta política en relación con el transfuguismo en las corporaciones locales", renovado posteriormente en los años 2000 y 2006. En fecha 11 de noviembre de 2020 se reforzó y extendió a todas las administraciones públicas el pacto antitransfuguismo, en el que quedaba definido como tránsfuga a «la persona electa por una candidatura promovida por una coalición, si abandona, se separa de la disciplina o es expulsada del partido político coaligado que propuso su incorporación en la candidatura, aunque recale en otro partido o espacio de la coalición, sin el consentimiento o tolerancia del partido que originariamente lo propuso».
A pesar de todo lo firmado, apenas cuatro meses más tarde de la última renovación del pacto, ha quedado demostrado que para unas pocas personas y para unas siglas determinadas, los compromisos suscritos son solo papel mojado. Los grandes pactos y los compromisos éticos personales firmados a la hora de formar parte de una candidatura, se fracturan cuando, para algunos, su concepción de lo correcto sólo vale el precio de las promesas de un futuro social o económicamente mejor. A este comportamiento absolutamente vergonzoso de partidos compradores y personas compradas, se le contrapone el comportamiento adecuado de la mayoría de personas que se incorporan a la política como instrumento para servir a los demás, aportando lo mejor de uno mismo.
Un comportamiento apropiado, dentro de la política y de la vida es poder ser crítico con las decisiones de un partido, organización, asociación o jefatura, pero siempre con una disciplina u orden dentro de la propia discrepancia. Esto permite respetar las voluntades ajenas mejorando continuamente la convivencia. Sin embargo, lo que hacen los trásfugas no es acogerse a la disciplina de su partido o a abandonarlo en el caso de que la ideología o las decisiones no fuesen acordes con los pensamientos de los mismos, sino que ponen un precio de compra a la necesidad de su presencia y de sus votos para romper la normalidad democrática o para alterar los mecanismos democráticos suscritos y avalados por la ciudadanía. Los tránsfugas y quienes los fomentan son el extremo máximo de la perversión del sistema.
Durante mi corto periplo en política, he visto en otras personas cómo su ansia de poder hacía incrementar su ego hasta el punto de pensar que el mérito de estar en los puestos de responsabilidad en los que se encontraban era exclusivamente de ellos. ¿Qué sucede cuando un político se cree con el derecho de poder decidir qué hacer con el acta que ha obtenido gracias a su partido? La respuesta que doy, en base a mi observación, es que el potencial tránsfuga acaba sintiendo como justificado el poder de negociar con lo que considera es suyo sin tener que darle explicaciones a nadie. Y si las acaba dando, auto justifica sus decisiones por algún tipo de discrepancia e incluso es capaz de inventarlas si no las había antes.
La solución a este mercadeo de actas, a este juego sucio de la política, en la que algún partido de los llamados tradicionales mercadea con los votos de otros, como si nos encontrásemos en un bazar de Estambul, es compleja. Sólo podemos pretender cambiar el comportamiento humano con la educación y con la Ley. Para la opinión pública, quizás la primera opción llega tarde y la segunda chocaría con las funciones esenciales del derecho de participación política y de un sometimiento jurídico del representante al partido. Por lo tanto, deberíamos confiar en a la ética de las personas y la conducta de los votantes a fin de castigar este tipo de comportamientos. Porque muchas veces se nos olvida que el verdadero poder, no lo tienen los partidos, ni los medios de comunicación, lo tenemos cada uno de nosotros como votantes cuando ejercemos nuestro derecho al sufragio.
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