Francisco José Adán. EPDA Sucedió no hace mucho. O sí. El tiempo es relativo y eso se comprueba en ciertos momentos. Johan tenía tan solo dieciséis años, pero ya tenía muchas convicciones de las que luego renegará.
La nieve cubría con su frio manto blanco todo lo que la vista alcanzaba y más allá. Un paisaje de árboles que en otras circunstancias hubieran sido de hojas frías y blancas, quizá, con algún animal correteando por entre sus troncos o buscando algo de comida ahora sufría con troncos rotos, árboles caídos y animales muertos
Johan había salido de su casa perfectamente uniformado y revestido de la épica de la guerra, de ese arrebato transformado en el ideal de que un aire divino empujaba el destino de su patria de la que formaba parte.
Y tocaba al compañero de al lado, y ya no era un extraño, era un amigo. Era un hermano. Pero ahora ese hermano y otros tantos estaban inmóviles, callados. Yacían muertos. Descuartizados.
Los copos de nieve que antes aportaban esa imagen bucólica de navidad, ahora venían acompañados de bombas que caían casi con la misma frecuencia que los grumos de nieve. El rojo de la sangre y el olor a entrañas de los cuerpos esparcidos a lo largo de las trincheras habían sustituido a la extraña fragancia de rápida y honorable victoria que los líderes políticos le habían prometido.
Ahora por cada bala que silbaba cerca de su oído, por cada estruendo de la detonación de las bombas que llovían por doquier, Johan, cerraba los ojos y pensaba en su madre, en su ternura, en su atención. En sus besos y abrazos. Veía los verdes prados de su casa y a su padre volver de coger leña, o de cazar. De cómo su progenitor le miraba con orgullo y satisfacción.
Sentía la orina recorrer sus piernas. Porque él sería el siguiente. Temía sobre cualquier otra cosa, el ataque del enemigo, el dolor, el dejar de ver, de sentir. El desasosiego y el miedo inundaban su alma.
Una noche ordenaron salir de la trinchera para atacar, apretó los dientes, cogió su fusil, y, mientras el temblor de sus piernas no lo evitara, salió al descubierto del campo de batalla cuando vio a un inglés avanzar hacia él gritando. Cerró los ojos, mientras volvía a recordar la mirada de su madre. Cuando los abrió de nuevo, vio en frente a otro igual de asustado que él. Se miraron. No se atrevieron a mover un dedo mientras los soldados que los rodeaban caían muertos o heridos. Súbitamente, se hizo el silencio. Todo enmudeció. Los soldados bajaron las armas. De pronto una oración quebrantó ese silencio hasta entonces solo roto por el quejido de los heridos "El señor es mi pastor, nada me falta…". El Salmo 23 resonó en dos idiomas en el frente.
El soldado inglés que permanecía con esa falsa agresividad, dejó caer su arma y se acercó a Johan y sonriéndole le dijo "Merry Christmas", a lo que Johan, tartamudeando le dijo "Frohe Weihnachten". Extendió la mano el soldado de su Graciosa Majestad, a lo que Johan le respondió con un abrazo. De pronto empezaron a sonar villancicos, intercambio de cigarros y botellas.
Era noche buena y este suceso, de humanidad, de cristiandad, de grito ahogado de paz, perdido en la historia fue conocida como la "tregua de navidad" de 1914. Disfruten de la paz, de la familia, de la alegría, tengan fe y esperanza. Feliz Navidad.
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