El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ha sido, durante más de un siglo, un pilar clave en la vida política de España. Desde su papel en la Transición hasta sus gobiernos en democracia, el PSOE fue sinónimo de modernización, progreso y estabilidad institucional. Sin embargo, en los últimos años, bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, el partido parece haberse transformado en algo muy distinto: una estructura personalista, controlada férreamente desde La Moncloa, más parecida a un movimiento clientelar que a una organización plural con vida interna. Lo que algunos llaman ya el "Partido Sanchista" podría estar no solo devorando al PSOE histórico, sino arrastrándolo a una decadencia profunda si Sánchez cae. Y no un riesgo cualquiera; en Francia, Grecia e Italia, y más recientemente Portugal, hemos asistido al hundimiento y desaparición de los históricos Partidos Socialistas.
La deriva comenzó cuando Sánchez recuperó el liderazgo tras ser expulsado por su Comité Federal en 2016. Con el respaldo de las bases, logró su regreso triunfal en 2017 y desde entonces ha centralizado todo el poder en su figura, desplazando a los referentes tradicionales del partido y rodeándose de leales. Esta tendencia no ha hecho sino agravarse en los últimos años, en los que ha enviado ministros y ministras a las federaciones regionales del PSOE con un objetivo claro: controlar las estructuras territoriales, neutralizar cualquier disidencia y asegurarse obediencia total. Las baronías han sido sustituidas por comisarios políticos. La discrepancia se castiga con el olvido.
Este blindaje de poder no solo ha tenido consecuencias orgánicas, sino también éticas. La última gran grieta en la fachada del sanchismo ha sido la sucesión de escándalos que, poco a poco, cercan al núcleo más íntimo del presidente. Primero fue el "caso Koldo", que implicó directamente al exasesor de José Luis Ábalos, Koldo García, en una red de corrupción relacionada con contratos de mascarillas en plena pandemia. Luego cayeron el propio Ábalos, ahora fuera del PSOE, y más recientemente han salido a la luz investigaciones que apuntan a Santos Cerdán, actual número tres del partido y principal operador político de Sánchez, por su presunta implicación en tramas vinculadas al mismo entorno.
Pero lo que más ha tensionado la situación es el informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil sobre la esposa del presidente, Begoña Gómez, y sus vínculos con empresarios que se beneficiaron de adjudicaciones públicas. El caso, aún en fase de investigación, plantea serias dudas sobre el uso de la influencia institucional para beneficio privado. A esto se suma el polémico papel del hermano de Pedro Sánchez, David Azagra, y la opacidad que rodea su contrato con la Diputación de Badajoz. Y como si fuera poco, ha aparecido también en escena Leire Díez, una fontanera convertida en asesora de Moncloa con un historial profesional que genera más preguntas que respuestas.
Este entramado, que se extiende por el entorno personal, familiar y político del presidente, ha puesto en cuestión no solo la ética del liderazgo de Sánchez, sino la propia viabilidad institucional del partido que lo sostiene. Porque el problema no es solo la sospecha de corrupción, sino la respuesta del PSOE a todo ello: el silencio, la negación y la estrategia de trincheras. Lejos de activar mecanismos de control o autocrítica, el aparato sanchista ha cerrado filas, atacando a jueces, medios y opositores con un discurso polarizador que recuerda más al populismo latinoamericano que a una socialdemocracia europea.
El "sanchismo" ya no es solo un estilo de liderazgo: es una cultura política basada en la fidelidad personal, la propaganda permanente y la manipulación institucional. El PSOE como partido de masas, con corrientes, debates y democracia interna, ha sido sustituido por un bloque monolítico que gira en torno a una sola figura. Y aquí reside el mayor riesgo: si Pedro Sánchez cae, no quedará el PSOE. Quedará el Partido Sanchista, una organización vaciada de contenido ideológico, sostenida por cargos, asesores y redes de poder clientelar, sin proyecto ni raíces.
Lo verdaderamente trágico para la izquierda española sería que, en el intento de blindar su liderazgo, Sánchez termine arrastrando al abismo al partido que fundaron Pablo Iglesias Posse y Julián Besteiro. La caída del "Partido Sanchista" no será solo la de un presidente: puede ser la del socialismo español como lo hemos conocido.
Y este final no es improbable. Los casos de corrupción avanzan, la tensión judicial aumenta, la confianza ciudadana se erosiona, y la sensación de impunidad que transmite el poder solo alimenta la desafección. Muchos votantes socialistas -los mismos que apoyaron a Sánchez frente al aparato en 2017- ahora se sienten traicionados. No por el giro ideológico, sino por el alejamiento de cualquier código ético reconocible. La indignación no viene ya de la derecha, sino desde dentro.
Pedro Sánchez no está acabando con el PSOE por error ni por traición: lo está reemplazando deliberadamente. Si nadie en el partido levanta la voz -no por estrategia, sino por convicción-, el PSOE dejará de ser un partido para convertirse en una sombra de sí mismo. Y cuando caiga el líder, puede que ya no quede nada que rescatar.
Y lo siento por tantos militantes, cargos orgánicos e institucionales decentes y con convicciones socialistas, porque el futuro de su partido está en juego a nivel nacional, pero también puede implicar un tsunami en las elecciones municipales y autonómicas.