Desde hace años los gobiernos en España, tanto el central como los autonómicos, juegan al equÃvoco con el drama de la vivienda. Fingen preocupación, prometen soluciones ineficaces y al mismo tiempo dejan pudrir el problema. Las consecuencias son evidentes: jóvenes expulsados del mercado, trabajadores que malviven en habitaciones compartidas y familias atrapadas en alquileres que consumen la mitad de sus ingresos. ¿Y la respuesta institucional? Propaganda, parches y más retórica vacÃa.
Tras la crisis de 2008, el Estado rescató a los bancos con miles de millones de euros. A cambio, la Sareb -el mal llamado "banco malo"- se quedó con decenas de miles de viviendas. ¿Para qué? ¿Para aliviar la emergencia habitacional? No. Para venderlas a fondos buitre, dejarlas vacÃas o especular con ellas. En lugar de convertir ese enorme parque en vivienda pública, el Estado lo mantuvo al margen, como si proteger a la población no fuera su responsabilidad.
Mientras tanto, la construcción de vivienda protegida (VPO) se desplomó. Desde entonces, las cifras de nueva vivienda social no alcanzan ni para maquillar la negligencia polÃtica. Cada año, los distintos gobiernos anuncian planes ambiciosos: 20.000, 40.000, 100.000 viviendas públicas. Pero los resultados son irrisorios. Se construye poco, mal y tarde. Y mientras tanto, los precios de compra y alquiler no paran de subir.
¿Dónde están las ayudas a los jóvenes? ¿Por qué el Estado y las autonomÃas no dan subvenciones a fondo perdido para cubrir una parte del alquiler o la entrada de una hipoteca? Si hubo dinero para rescatar bancos, debe haberlo para rescatar a una generación que no puede formar una familia ni independizarse. Se les exigen avales, nóminas altas y estabilidad laboral -precisamente lo que la precariedad estructural les niega-. ¿Qué lógica perversa permite que un banco le preste más a alguien con renta alta que no necesita ayuda, y excluya al que sà la necesita?
Los programas autonómicos, cuando existen, son laberintos burocráticos que solo benefician a unos pocos afortunados. El resto, se queda mirando. Y mientras tanto, desde los gobiernos se agitan medidas populistas como el control de precios, disfrazadas de justicia social. Pero limitar artificialmente los alquileres en ciertas zonas solo reduce la oferta y distorsiona el mercado, como ya han demostrado ciudades como BerlÃn o Barcelona. Los polÃticos, en general, lanzan promesas cortoplacistas y olvidan que deben planificar por décadas.
La solución no pasa por demonizar al propietario particular ni por ahogar el mercado con regulaciones arbitrarias. La solución pasa por asumir lo obvio: si no hay viviendas suficientes, construyan ustedes. Utilicen suelo público, incentiven cooperativas, faciliten suelo a precio simbólico a quienes se comprometan a edificar y alquilar a precios razonables. No lo están haciendo. Y no porque no puedan, sino porque no quieren.
El acceso a una vivienda digna no es solo un derecho constitucional, es la base de cualquier proyecto vital. Sin vivienda, no hay autonomÃa, no hay estabilidad, no hay futuro. Pero eso parece no importar en los despachos institucionales. En lugar de actuar, se limitan a lanzar titulares: "alquiler asequible", "parque público", "joven vivienda bono". Todo humo.
Lo que exigen los ciudadanos no es caridad ni clientelismo, es responsabilidad polÃtica. Menos anuncios, menos promesas y más hechos. Queremos resultados. Queremos ver grúas, queremos llaves entregadas, queremos dejar de pagar 1.200 euros por un zulo de 40 metros cuadrados.
Asà que basta de excusas. Si de verdad creen que hay una emergencia habitacional, actúen como en una emergencia. Construyan. Faciliten. Protejan. Y si no saben cómo hacerlo, al menos tengan la decencia de apartarse. Porque lo demás, todo lo demás, es propaganda barata e inútil.