Vivimos una paradoja: casi todos coinciden en que la educación está mal, pero casi nadie quiere cambiar nada esencial. La crítica se ha vuelto un gesto automático: un mal compartido, pero llevadero. Y, con frecuencia, quienes la repiten son los mismos que perpetúan lo que denuncian. Profesores, familias y políticos alimentan un sistema que critican, pero al que se adaptan sin demasiadas fisuras. Cada cual -conservador, progre o apolítico- es del sol que más calienta. Y hoy, como siempre, el sol calienta desde arriba, con lenguaje normativo y diseño estratégico. En la escuela, como en la vida, el calor importa más que la verdad.
La enseñanza se ha convertido en una liturgia vacía sostenida por un lenguaje tecnocrático. Términos como "competencia específica", "evaluación formativa", "desempeño competencial" o "gamificación del currículo" parecen describir realidades precisas, pero a menudo solo encubren la ausencia de contenido. La escenografía ha ido desplazando al conocimiento, y los eufemismos pedagógicos se utilizan para suavizar -o directamente enmascarar- la ignorancia.
Ese lenguaje funciona como una nube de humo: parece envolverlo todo, pero solo sirve para ocultar el vacío. Expresiones como "descriptores operativos" o "entornos experienciales" suenan importantes, pero al disiparse revelan que no dicen nada. Basta dejar que se asiente el aire para ver lo que no hay.
Ahora bien, enseñar tampoco significa aburrir. Los contenidos -como los libros- deben ser interesantes, incluso emocionantes o divertidos, pero sin caer en el disparate. Porque cuando la motivación se convierte en puro juego, deja de ser motivación y pasa a ser distracción. El aprendizaje real nace del sentido, no del espectáculo.
Pero ese principio ha sido reemplazado por la lógica del parque temático: aulas engalanadas con guirnaldas, semanas del pantalón corto, jornadas de venir disfrazado de rocanrolero, de atleta con gorra o de elfo navideño con orejas de muy señor mío. Todo para que la escuela "mole", para que el alumno no se incomode ni se aburra. En realidad, para que no aprenda. Porque aprender, de verdad, incomoda.
Cada vez más gente confunde enseñar con distraer. Incluso quienes alardean de exigencia terminan aportando glitter al mural inclusivo o posando sonrientes en la jornada lúdica. Se critica de palabra, pero se cumple de hecho.
Y mientras tanto, lo que enseña de verdad -el conocimiento riguroso- no hace ruido. Cumple, pero no luce. Como el buen maestro: no se exhibe, pero transforma.
A esa trivialización del saber se suma una obsesión institucional por el discurso igualitario, que a menudo se traduce en gestualidad simbólica más que en transformación real.
La escuela ha sido colonizada por una combinación de tecnocracia y pseudopsicología que privilegia el impacto emocional sobre el contenido. Y mientras se habla de igualdad, se rebaja el nivel. Se sustituyen las herramientas de comprensión por talleres de "conciencia" que rara vez dan acceso real al conocimiento.
El problema es más grave entre los alumnos más vulnerables: aquellos que no traen nada de casa y dependen por completo de lo que ocurra en el aula. A ellos se les ofrece casi todo -valores, emociones, acompañamiento-, salvo lo esencial: estructura, conocimiento y pensamiento. Porque una escuela inclusiva no es la que baja el listón, sino la que exige acompañando: la que pone los medios necesarios para que todos los alumnos -también los más vulnerables- accedan al conocimiento riguroso. No se trata de nivelar por abajo, sino de ajustar los caminos sin rebajar las metas. Para ellos no bastan las buenas intenciones ni la pedagogía emocional: necesitan estructura, acompañamiento constante y contenidos
exigentes. Eso también es justicia educativa
Lo que antes era un punto de partida se ha vuelto una escolarización blanda, sin conflicto… y sin promesa de futuro. La escuela pública ha dejado de ser un ascensor social. Ya no corrige el origen: lo confirma. A muchos alumnos se les priva de herramientas para comprender el mundo y se les entrega, a cambio, una pedagogía amable, simbólica, cargada de consignas… pero vacía de saber.
La LOMLOE ha acentuado esta deriva: eliminó exigencias, suavizó los criterios y consagró la flexibilidad como virtud. La pedagogía dominante ya no busca formar ciudadanos capaces de pensar, sino sujetos satisfechos, adaptados y emocionalmente bien acompañados.
Se sustituyó el esfuerzo por el acompañamiento, el contenido por el eslogan, la formación por la sensibilización. Y en esa sustitución, los alumnos de familias pobres y desestructuradas -los que más necesitarían una enseñanza estructurada, exigente y rica en conocimientos para abrirse camino- volvieron a quedar al margen. O, peor aún, fueron convertidos en destinatarios de todo… menos de lo único que realmente puede cambiar su destino: el saber.
El conocimiento ya no escandaliza, ni siquiera su ausencia. Pero sin él no hay verdadera igualdad. Como escribió Ricardo Moreno Castillo, el instituto se ha convertido en "un aparcamiento para pobres". Tal vez lo más grave es que ya ni siquiera duele. Y mientras tanto, los privilegiados no solo se salvan: salen reforzados.
La educación no está mal por accidente. Está mal por diseño.
Quizá, por alguna rendija, vuelva a colarse -con sigilo, con terquedad- la vieja dignidad del saber.