Esta
semana asistà a mi primera mascletá post pandemia, si se puede
decir asÃ. Por fin volvà a la Plaza del Ayuntamiento a oÃr tracas
y petardos, después de dos años. La última vez que lo habÃa hecho
fue el 10 de marzo de 2020 y todavÃa no éramos conscientes de lo
que nos esperaba solo dos dÃas más tarde. Ni tampoco de que no
serÃan dÃas, sino años, para volver. Pero aquà estamos.
Confieso
que lloré. Lloré y no me avergüenzo. Es más, a poco que lo
recuerde, me vuelven a entrar ganas de llorar. Pero de alegrÃa, de
emoción y hasta de alivio. Comentaba después con mi hija, que vino
conmigo, que hubo un momento que pensamos que escenas como estas no
se repetirÃan.
Hasta
2020 dimos por supuesto que nada podÃa alterar nuestras vidas. Cada
año, nuestro escenario habitual se vestÃa de peinetas, buñuelos,
pólvora y música en esa locura colectiva que son las Fallas. Lo
peor que podÃa suceder en Fallas era que lloviera, hasta el punto de
que era -no sé si seguirá siendo- una tradición llevar huevos al
Convento de Santa Clara para evitar las tormentas falleras.
Y,
de repente, todo se acabó en dos largos años, a excepción de ese
bienintencionado sucedáneo que fueron las fallas de septiembre que,
al menos, nos dieron esperanza, un bien precioso en tiempo de
pandemia. Y lluvia también, por cierto.
Cuando
parecÃa que volvÃan, Ómicron apareció para aguarnos la fiesta,
para aguarnos la vida. Se acercaba marzo y la amenaza de la enésima
ola se posaba sobre nuestras peinetas, encerradas todavÃa en sus
armarios.
Pero
volvieron. Ahora sà que sÃ. Se fueron anulando las medidas y, salvo
la mascarilla y la omnipresente prudencia, todo regresó, y parece
que con más ganas que nunca.
Por
eso el otro dÃa me caÃan las lágrimas. Porque miraba al cielo y no
lo podÃa creer. Y aunque casi no lo creo, ya voy haciéndome a la
idea. Yo, y esas peinetas ansiosas por salir del armario y ver de
nuevo mundo. Trataré de no defraudarlas.