Susana Gisbert.
Me temo que me hago
mayor sin remedio. Y no lo digo porque el espejo me recuerde el paso de tiempo,
ni porque la estatura de mis hijas haga otro tanto, no, Eso casi lo tengo
asumido. Lo digo porque, cada vez con más frecuencia, me sorprendo a mí misma
haciendo algo que en su tiempo odiaba, y juraba que yo nunca haría: contar
batallitas.
Cuando era pequeña y
me quedaba colgada ante el televisor, mis padres, mis tíos, o cualquiera de
mis mayores, se apresuraban a decir lo afortunados que éramos, que ellos no
tenían tele, y antes ni radio, y que se lo pasaban estupendamente jugando en
la calle, y que no tenían juguetes, y todas esas cosas de la posguerra, de
trabajar mucho y pasar hambre que ahora entiendo pero entonces me parecían un
rollo inaguantable. Y como les animaras, hala, a contarte batallitas de todo
tipo. Y ay de ti como se te ocurriera decir que te aburrías, que te caía la del
pulpo en forma de discurso acerca de que no sabemos lo afortunados que somos,
las oportunidades que tenemos y lo poco que sabemos apreciarlas. Verdad
verdadera, desde luego que sí, pero que en aquel momento se me antojaban
lejanas, innecesarias y pesadas hasta decir basta.
Pero no sólo las
personas de cierta edad contaban batallitas. Seguro que todos los que ya hemos
cumplido algunos años hemos soportado estoicamente las interminables historias
de la mili que cuentan en cuanto se juntan dos o más personas –de sexo
masculino, por razones obvias- que hubieran coincidido en aquel obligatorio
servicio a la patria afortunadamente extinto. O las aventuritas del colegio, o
de la universidad, para desesperación de los que se sientan en la misma mesa y
que no compartieron aulas con ellos. Y otro clásico, las apasionantes anécdotas
de aquellos que aprenden a conducir, tales como si el coche se cala, si
aparqué a la primera o si pasé un semáforo en ámbar, que dan mucho de sí a
poco que uno se descuide.
Pero todo llega. Y a
mi me ha llegado el momento de contar batallitas, me temo. Porque ya me he
descubierto un par de veces dándoles la charla a mis hijas sobre esos “lejanos”
tiempos en que los teléfonos estaban sujetos por un cable a la pared y tenían
un disco giratorio lleno de números, o que la televisión no tenía más que dos
canales y no había más mando a distancia que levantarse y darle al botón, tarea
encomendada al pringado de turno –el hijo o hija pequeños, generalmente-. Y me
miran como si de repente me hubiera salido un cuerno verde en mitad de la
frente.
Así habrá que
resignarse. Y asumir la condición de contadora de batallitas con toda la dignidad
que sea posible. Y verle el lado bueno, que también lo tiene, seguro.
Por eso, puestos a ello, espero
ansiosa que llegue el momento en que pueda contar las batallitas de un tiempo
en el que había más parados que gente trabajando, en el que muchas mujeres
morían a manos de su parejas por una cosa incomprensible llamada violencia de
género, en el que todo el mundo andaba cabizbajo por culpa de una cosa llamada
crisis. Y que eso sólo sean eso, batallitas. Y que mis hijas me miren cuando hable
de ello como si de repente me hubiera salido un cuerno verde en mitad de la
frente. ¿O tendré que esperar a que sean mis nietas?
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