Dansà del velatori. / EPDAAprovechando que se acercan unas fechas de duelo y recogimiento, cuando los cementerios se llenan de flores y los vivos conversan con sus muertos, es buen momento para mirar atrás.
En tierras valencianas, la muerte nunca ha sido solo ausencia. La cultura funeraria, tan antigua como los primeros enterramientos humanos, ha dejado una huella profunda en la memoria colectiva. Entre todos esos ritos que han sobrevivido al paso de los siglos, pocos resultan tan conmovedores —y tan enigmáticos— como la dansà del velatori, tradición ancestral que se practicaba en la localidad de Llosa de Ranes (Valencia) hasta comienzos del siglo XX.
Era un ritual reservado a la pérdida más dolorosa: la de un niño. La mayor parte de las veces, una vida truncada por las epidemias que asolaron los pueblos. Cuando la iglesia anunciaba con sus campanas el toque de muerte, la comunidad entera comprendía que un alma inocente emprendía su viaje. Entonces comenzaba el velatorio, y con él, una danza.
El pequeño difunto era colocado en un ataúd cubierto con telas y flores blancas, símbolo de pureza. Su rostro se maquillaba con tonos vivos —carmesí en los labios, rubor en las mejillas—, como si el color pudiese retener un último destello de vida. Alrededor, candelabros encendidos y figuras religiosas vigilaban el tránsito del alma.
Cuando caía la noche, sonaban las bandurrias, las guitarras y las castañuelas. La dansà del velatori daba comienzo entre cánticos y compases pausados, una coreografía que parecía borrar la frontera entre el dolor y la esperanza. No se trataba de frivolidad ante la muerte, sino de acompañar al pequeño hacia la luz, de abrirle un camino alegre al más allá. El niño, libre de pecado, representaba la pureza absoluta: la vida que se detiene antes de conocer la culpa.
Con el tiempo, la danza perdió su sentido sagrado y quedó como vestigio de un folclore antiguo, una mezcla de duelo y celebración. Pero su esencia aún sobrevive en la memoria oral de la comarca: la certeza de que la muerte, a veces, se puede despedir bailando.
Dicen que en aquellos velatorios no faltaban el vino ni las comidas, porque hasta en la tristeza los vivos necesitan compartir. Quien desee imaginar aquel rito puede acudir al cine: la película «Largo viaje» (Patricio Kaulen, 1967) recrea una escena similar, y se murmura que el bebé filmado era, en verdad, un niño muerto.
Una danza para honrar la vida. Un baile frente al misterio y en Valencia lo conocían.
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