Susana Gisbert EPDA
Había una vez, hace mucho tiempo, una niña que disfrutaba con las películas que veía en el cine con sus padres.
Entre las pocas películas infantiles de entonces, estaban las de Walt Disney –nos referíamos a él con nombre y apellidos-, con las que disfrutaba muchísimo. Entre sus preferidas, Dumbo o Los aristogatos, entre otras cosas, porque no tenían princesas cursis en busca de príncipe.
La niña creció y hoy se dedica a luchar por la igualdad, tanto en su vida profesional como fuera de ella, escribiendo artículos como este. Ningún trauma conserva por haber visto aquellas películas, más allá del causado por la muerte de la madre de Bambi.
Hoy, esa niña lee con incredulidad que han condenado al ostracismo a aquellas dos películas que tanto le gustaban, e incluso peligra otra de sus favoritas, El libro de la selva, y le pide a la adulta que es hoy que lo impida.
La niña tiene razón. Hay veces que nos pasamos de frenada con lo políticamente correcto, y creo que esta es una de ellas. Y no es que yo ponga en duda que aparezcan estereotipos que puedan resultar discriminatorios u ofensivos para algunos colectivos, desde luego. Afortunadamente, hemos evolucionado y las cosas que ayer no notábamos, hoy las detectamos con claridad meridiana. Pero no podemos juzgar esas películas de ayer con ojos de hoy, no solo porque no dejaríamos títere con cabeza, sino porque privaríamos a la infancia de verdaderas obras maestras. Y de algunas enseñanzas muy recomendables, además.
Dumbo, sin ir más lejos, contiene un mensaje idóneo para alertar contra el bullyng, e incluso el trato a su madre podría visibilizar las enfermedades mentales. Las orejas de Dumbo, que pasan de ser motivo de burla a ser el medio por el que vuela para ser libre, son mucho más importantes que una escena inadecuada.
El quid de la cuestión está en algo que comentaba al principio. Yo veía las películas con mis padres. La película jamás se convertía en una canguro gratis, como ahora. Nadie las comparte ni les explica nada.
También me llama la atención que esa manía revisionista para la discriminación por otras cuestiones, no se aplique a la igualdad de género. Porque entonces todas las princesas, con Blancanieves a la cabeza cocinando para siete hombres, desaparecerían de inmediato.
No seamos más papistas que el Papa. Tal vez, si dedicamos el tiempo empleado en juzgar en compartir, ganemos mucho. Es cuestión de intentarlo.
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