Susana Gisbert. /EPDA
Estamos a mitad del mes de noviembre y casi todas las ciudades han celebrado en encendido de sus luces de Navidad. Y hablo de celebración porque, desde hace un tiempo, el hecho de encender las luces y mostrar todo el despliegue de decoración navideña es un evento en sí mismo, no sé si por influencia de lo que hacen otros países o por una suerte de evolución natural.
No me quiero poner en modo abuela cebolleta, pero no puedo evitar echar la vista atrás -no demasiado- y comprobar cómo hemos cambiado, como dice la canción. No hace mucho, la decoración navideña se colocaba en el puente de la Inmaculada -rebautizado, con razón, como puente de la Constitución- dando el pistoletazo de salida a las fiestas supuestamente más entrañables del año. Un buen día te levantaban de la cama y las luces estaban colgadas, los árboles de navidad puestos y los belenes instalados.
Era una especie de aviso a navegantes de que había que ponerse las pilas para comprar regalos, porque ya hace tiempo que Papá Noel le ha ganado la partida a nuestros Reyes Magos, o, al menos, convive con él, duplicando los regalos de las niñas y niños.
Pero ahora ese aviso llega mucho antes, mezclado con la campaña del “Black Friday”, algo que, aunque nos es totalmente ajeno, hemos adoptado, porque no hay que perder oportunidad.
Total, que nos encontramos a mitad de noviembre y ya parece que estemos en Nochebuena. Y así seguiremos hasta bien entrado enero, gastando luz y energía de otro tipo.
Y, la verdad, no sé si esto es bueno o es malo, pero, cuanto menos, me parece agotador y exagerado. Y, poniéndome cursi, creo que se acabará cargando la famosa magia de la Navidad, porque la magia, por naturaleza, dura un instante, y dos meses de espumillón, villancicos y fiebre consumista son algo más que un instante. Mucho más.
A este paso, cualquier día las Navidades empiezan en verano, y así enganchamos a los turistas. Igual empiezan a venderse souvenirs de castañuelas con purpurina o muñecas flamencas con gorro de Santa Claus. Todo es ponerse.
No obstante, diga lo que diga, esto no lo para nadie. Mariah Carey ya me está taladrando la meninge y eso es impepinable. Así que, preparémonos. En nada quedará abierta la veda del cuñadísimo y de la falsa fraternidad. Cenas de familia, de empresa, de amigos, de compañeros de cualquier cosa que solo vemos una vez al año y que, en realidad, nos importan un pimiento. O, mejor dicho, una bola de nieve. Adaptarse o morir.
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