Susana Gisbert. Miles de veces se ha
comparado el cuerpo femenino con la forma de una guitarra. Ignoro si es
casualidad u homenaje y, la verdad, tampoco me importa, aunque no puede
ocultarse que cierta similitud hay, o mejor dicho había, ya que para algunos
parece que el ideal de mujer sea un palo de escoba. Pero ahí queda la
similitud. En la forma. Por lo demás, nada me gustan las comparaciones.
Abomino el símil de acariciar la caja, o de pulsar las cuerdas, o de afinar el
instrumento. La guitarra es un objeto, y como objeto, pertenece a alguien. Las
mujeres, obviamente, somos personas, y no pertenecemos a nadie más que a nosotras
mismas. Y eso no hay canción que lo endulce.
Pero quizás esta
aparentemente lírica comparación responda a algo más que a una licencia
poética. Desde la noche de los tiempos, o desde la bíblica costilla, la mujer
se ha concebido como un apéndice del hombre o, cuanto menos, como algo
subordinado. Como si no se concibiera la existencia femenina sin un ser
masculino que lo justificase. Madre, esposa, hija o hermana que, solo en
contadas excepciones, tenía esencia propia. Nuestra reciente historia nos da
buena cuenta de las cosas que las mujeres tenían vetadas sin la asistencia,
retificación o anuencia de un varón.
Afortunadamente, esta fase
se superó, o al menos eso parecía, o fue lo que nos hicieron creer algunas
leyes, con la Constitución a la cabeza. Pero la sociedad no corre siempre al
ritmo de las leyes y, mientras la igualdad parecía abrirse paso, las fronteras
sociales no estaban dispuestas a ceder. Y, mientras nos creíamos que habíamos
accedido en plenitud al mundo laboral y las cuotas paritarias nos ofrecían un
espejismo engañoso, las mujeres seguían haciéndose cargo del hogar y de los
niños, como si eso fuera consustancial a su naturaleza. Y mientras, tic tac,
tic tac, alguien recordando lo del reloj biológico. Y lo del instinto maternal,
como si quien no tuviera entre sus prioridades la de ser madre fuera menos
mujer.
Y claro, como siempre pasa,
las situaciones de crisis hacen que salgan a la luz cosas que en tiempos de
bonanza permanecían agazapadas. Y se ven las desigualdades salariales, y la
precariedad, y la necesidad de renunciar a otra vida por el cuidado de los
hijos, o de los padres, y tantas y tantas cosas.
Y entonces es cuando,
pilladas con la defensa baja, las leyes redondean el círculo, y comienzan a
desandar todo el camino andado. Y, como si fuéramos la famosa guitarra, vuelven
a tratarnos como algo que necesita del instrumentista. Mientras, corren ríos de
tinta con declaraciones que flaco favor hacen a las mujeres al esconder toda
posible responsabilidad debajo de un supuesto enamoramiento. Así que ojo, que
no somos guitarras, aunque la forma pudiera parecerlo. Si lo fuéramos, bastaría
con arrinconarnos o escondernos en una horrible funda, como hacen en otras
latitudes. O, quizás, con tapaderas más sutiles, como nos están haciendo a
diario. No nos dejemos.
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