Susana Gisbert.
Hace
apenas nos días leía un artículo que comentaba uno de los
preceptos de una de las nuevas leyes que se nos viene encima: la que
reforma el poder judicial. Y se refería, ni más ni menos, a la
posibilidad de sancionar a secretarios y funcionarios judiciales
que no vistieran “con decoro”. Tal cual. Pero, más allá de la
anécdota, la cosa tiene su miga. El “decoro” es un concepto que,
además de casposo, resulta más que indeterminado, y lo que para
alguien puede ser decoroso, para otro quizás no lo sea.
La
verdad es que, después de mucho tiempo de trabajar en la
administración de justicia, puedo afirmar que jamás me he
encontrado a un funcionario, ni mucho menos a un secretario
judicial, cuya vestimenta me haya llamado la atención por
indecorosa, ni por cualquier otra cosa. Tampoco me he fijado en
exceso, claro. Lo que realmente me ha importado siempre es cómo era
su trabajo.
Para
quien no lo sepa, recuerdo que los Secretarios Judiciales son un
cuerpo de la administración de Justicia formado por Licenciados
en Derecho, al que se accede tras una durísima oposición, y cuya
función en un Juzgado es esencial para el funcionamiento del
mismo, y para la marcha de la Justicia en general. Así que insinuar
siquiera la manera en que deben o no ir ataviados, so pena de
sanción encima, me parece algo innecesario e incluso ofensivo. No
recuerdo haber leído una norma semejante respecto de otros
cuerpos de otra administración pública.
Pero,
al margen de a quién vaya destinada dicha norma, algo debe dar
qué pensar. Lo primero, lo absurdo de tratar de solucionar un
problema que no existe. Repito que en muchos años de trabajo jamás
me encontré con conflicto alguno al respecto. Sí que es cierto
que, en ocasiones, sobre todo en lugares de playa, me he encontrado
con personas que acudían a juicio con un atuendo, cuanto menos, poco
adecuado, como bañador y chanclas, pero nunca eran los propios
trabajadores del juzgado. Y hemos sobrevivido a semejante
afrenta.
Todos
sabemos, aproximadamente, cómo hay que presentarse vestido en cada
sitio. A nadie se le ocurre presentarse en una boda de alto copete
con chándal, o ir a hacer senderismo con traje largo y tacones. Y no
hay norma que lo diga, ni que amenace con sanción alguna de lo
contrario, faltaría más. Me vienen a la cabeza mis primeros tiempos
en mi profesión en los que, dada mi juventud, me empeñaba en
revestirme de un plus de responsabilidad vistiendo lo que mi
compañera llamaba “traje de revisor de tren”, esto es, traje de
chaqueta oscuro con camisa blanca, medias y tacones. Ahora, con la
edad, ya lo he superado, y visto como me da la gana, eso sí, creo
que siempre muy decorosamente. Y ya he asumido que la respetabilidad
se gana con el trabajo, no con la ropa o el peinado. Puro sentido
común, por otro lado.
Creo
que a nadie le escapa que es preferible un funcionario con
vaqueros y rastas, por poner un ejemplo, que realice de un modo
exquisito su función, que un señor trajeado y encorbatado que sea
un profesional del escaqueo. ¿O no?. Que como dice el refrán
“el hábito no hace al monje”. Aunque quizás el decoro sí haga
al buen funcionario, vaya usted a saber.
Pero
bueno, las prioridades es lo que tienen. Así que, el día menos
pensado, tendremos que revisar escrupulosamente nuestros fondos
de armario, no vaya a ser que aparezcamos con un aspecto
indecoroso. Y eso sí que no. Acabáramos.
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