En el corazón del Rincón de Ademuz, al norte de la Comunidad Valenciana, se esconde Castielfabib, un pueblo cargado de historia, misterio y leyendas que sobreviven al paso del tiempo. Entre sus callejuelas empinadas, sus barrios históricos y su iglesia-fortaleza del siglo XIII, el visitante puede imaginar un pasado lleno de grandeza... y de advertencias.
Uno de sus rincones más singulares es el desaparecido convento de San Guillém, hoy en ruinas. Poco queda de él tras la desamortización del siglo XIX, pero su historia perdura gracias a un inquietante episodio ocurrido en 1912. Un peón albañil llamado José Domingo Tortajada, encargado de demoler el ya abandonado convento, protagonizó un acto irreverente que muchos consideran hoy el detonante de su trágico final.
Durante una pausa para almorzar, embriagado por el vino, José Domingo ofreció un simbólico trago a una figura de piedra que representaba a San Buenaventura. Al ver que el vino no era “aceptado”, la furia del obrero se desató: insultó, golpeó y terminó destruyendo la imagen del santo a golpes de pico, ante la mirada aterrada de sus compañeros.
Días después, mientras trabajaba bajo lo que quedaba del tejado del convento, una parte de la estructura colapsó de forma repentina, aplastando a José Domingo y a un joven de veinte años que lo acompañaba. El accidente fue interpretado por muchos como un castigo divino, una venganza desde “el otro lado”, consumada con precisión casi ritual.
Su entierro no fue más fácil: el temor y las supersticiones impidieron que alguien se hiciera cargo de su sepelio. Sólo una mujer, compadecida, donó una mortaja, gesto por el que fue apodada despectivamente como “la tía hereje de Castielfabib”.
¿Fue una trágica coincidencia o una advertencia sobrenatural? Lo cierto es que esta historia, envuelta en misterio y folklore, sigue generando escalofríos más de un siglo después. Y deja una clara enseñanza: ya creamos o no en fuerzas invisibles, el respeto por la historia, la fe y la memoria de los que nos precedieron no debería tomarse a la ligera.
Porque en Castielfabib, los muros hablan… y a veces, también castigan.
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