El paso acompasado de una parada militar impresiona: botas que golpean el suelo al unísono, brazos que se mueven como un engranaje, una masa de cuerpos convertida en un solo gesto. Pero esa imagen, solemne y marcial, no está tan lejos de lo que hacemos cada día. Fichar a la misma hora, repetir consignas en redes, aceptar sin leer la letra pequeña de un contrato, agachar la cabeza en una reunión aunque pensemos lo contrario. La obediencia no necesita uniforme: basta con que el gesto se repita sin que nadie lo cuestione.
Hannah Arendt lo advirtió en Jerusalén, durante el juicio de Adolf Eichmann. Esperaba encontrarse con un demonio, un monstruo, y lo que vio fue a un funcionario mediocre. Su lenguaje estaba hecho de clichés y fórmulas burocráticas: no pensaba por sí mismo, se refugiaba en frases hechas. Lo perturbador fue descubrir que no había un monstruo ni un sádico, sino alguien con nuestro mismo rostro: un oficinista mediocre que se limitaba a obedecer, tranquilo porque cumplía órdenes.
Primo Levi también lo supo y, con más pudor aún, nombró la "zona gris". No para absolver, sino para recordar que en los campos de concentración la frontera entre víctimas y verdugos se enredaba con la supervivencia, el miedo y la conveniencia. Allí donde todo se torcía, obedecer podía significar salvar un día más de vida, y colaborar podía ser tanto cobardía como instinto de conservación. Levi insistió en que el mal nazi no tuvo nada de gris: fue negro absoluto, sistemático, incomparable. Lo gris estaba en nosotros, en la obediencia diaria que ese mal supo explotar.
Nos parece evidente que un soldado obedezca. Lo que resulta más incómodo es descubrir hasta qué punto obedecemos los demás. Al algoritmo que decide lo que vemos y lo que ignoramos. Al mercado, que dicta modas y precios. A las frases hechas con las que justificamos la renuncia: "es lo que hay", "siempre se ha hecho así", "mejor no complicarse". Obedecemos para encajar, para sobrevivir, para dormir tranquilos. No hace falta un cuartel para entrenar la obediencia: basta con un horario, un miedo o una pantalla.
Lo difícil no es aprender a obedecer -eso lo logramos en la escuela desde niños-, sino aprender a discernir cuándo la obediencia es necesaria y cuándo es servidumbre.
No hace falta que el mal se presente con colmillos afilados ni uniformes siniestros para imponerse. Le basta con instalarse en la cadena de rutinas que nadie cuestiona, en la burocracia que convierte la conciencia en trámite, en el repertorio de frases con las que justificamos nuestra parálisis. La obediencia se infiltra como un murmullo, como un guion que repetimos sin pensarlo.
Y lo más inquietante es que nos descubrimos dóciles hasta la náusea. Dóciles en el gesto de aceptar lo que nos incomoda. Dóciles al regalar nuestra libertad con una firma en letra pequeña. Dóciles cuando callamos lo que pensamos por miedo a incomodar. Dóciles cuando nos descubrimos esclavizados en un trabajo. Dóciles cuando nos conformamos con una vida gris donde la belleza se nos escapa. No hacen falta cadenas: basta con rutinas.
Antonio Gala decía que lo más inteligente que se puede hacer en esta vida es desencadenarse: salirse del laberinto de la obediencia diaria, de esa organización que necesita esclavos para sostenerse. Salirse de esta cadena que nos consume. A riesgo de la soledad y de la falta de comprensión… pero también con la recompensa de darle a cada día su propio afán, su propio color, lejos del gris de la obediencia. Porque si la inteligencia no nos ayuda a vivir, ¿para qué sirve?
Por eso conviene preguntarse de vez en cuando: ¿obedezco porque es justo, o porque es más fácil? ¿Obedezco porque confío, o porque me asusta quedarme fuera? Esas preguntas pinchan como un erizo, pero despiertan. Porque no hace falta desfilar para saber lo arduo que resulta mantener el paso propio.