Ya
hace un año. Aunque parezca mentira, han pasado ya más de 365 dÃas
desde que un bicho desconocido nos encerrara en casa, algo tan
inaudito que nos costó asimilarlo. De hecho, aún me cuesta hacerme
a la idea de que permanecimos dos meses cerrados a cal y canto y
sobrevivimos. O, mejor dicho, resistimos, como cantábamos a voz en
grito siempre que habÃa oportunidad.
Por
supuesto, hubo quien no llegó al final del camino. Pero no tanto
porque no resistieran el encierro sino porque sucumbieron al maldito
virus. Nunca les olvidaremos.
Del
encierro, sin embargo, salimos. Pensábamos que saldrÃamos más
amables, más humanos, menos raros, como cantaba MarÃa Jiménez,
pero mucho me temo que nada de eso se ha cumplido. Aquà estamos otra
vez, con tanto egoÃsmo y mezquindad como antes de la pandemia.
¿Dónde
fue a parar la magia de los balcones? ¿Dónde esa sed de contacto
humano? Se esfumó, si es que alguna vez llegó a existir. Confieso
que yo estaba convencida de que cuando el confinamiento acabara,
seguirÃan los lazos de cariño que parecieron surgir con esas
personas con las que cada dÃa compartÃa aplausos, pero nada de eso
pasó. En apenas unos dÃas, olvidamos que eran los únicos seres
humanos que veÃamos más allá de nuestras paredes, y dejamos a un
lado complicidad y sonrisas para volver a la indiferencia de siempre.
Es
cierto que las cosas han sido diferentes a cómo las imaginábamos.
CreÃmos, o quisimos creer, que nada más poner un pie en la calle
empezarÃa el camino de regreso a nuestra vida anterior, y la vida,
con el virus como capitán, nos dio una bofetada de realidad. Ha
pasado un año, y seguimos sin poder reunirnos, llevando mascarillas
y mirando el reloj para volver a casa antes de que nuestro carruaje
se convierta en calabaza.
No
sé si estamos a tiempo, pero me gustarÃa creer que sÃ. Quisiera
pensar que todavÃa podemos aprender de todo esto y que, cuando por
fin recuperamos la vieja normalidad, sabremos hacer buen uso de ella.
Que emplearemos el contacto fÃsico para darnos besos en vez de
puñaladas, abrazos en vez de golpes.
Quizás
soy una ilusa, pero a veces salgo al balcón con la esperanza de
coincidir con aquel hombre que siempre nos hacÃa un guiño o con la
chica que brindaba con su mate hacia nuestra ventana.
El
valor de las pequeñas cosas fue lo que nos ayudó a sobrevivir
aquellos dÃas, esas pequeñas cosas que aún siguen ahÃ. Ojalá
hayamos aprendido algo.