El otro dÃa fui al cine
con mi hija. Acababa ella los exámenes y encontré un hueco para
disfrutar de una tarde de cine como Dios manda, con palomitas y todo.
Que no nos falte de nada.
La verdad es que más
que cine debà decir multicine, porque cines de una única sala de
los de toda la vida no quedan apenas, y ninguno de estreno, que yo
sepa. Pero hay que acoplarse a los tiempos, y por eso no me quejo de
que hayamos adoptado la moda americana de palomitas y refresco en vez
del turrón de Viena que me zampaba de niña con el botellÃn de
Mirinda. Moderna que es una.
Pero las cosas tienen un
lÃmite. Y una cosa es amoldarse a los tiempos y otro acordarse de
todo lo que se menea en algunas ocasiones. Y eso es lo que me pasó
esa tarde.
Compramos nuestras
palomitas, en la cantidad que quiso la empleada que me los sirvió
que me explicó muy amablemente que un cucurucho pequeño y un
refresco me salÃa más caro que uno grande porque asà era la
oferta, asà que acepté su sugerencia y mi hija y yo nos obsequiamos
con un recipiente de cartón de un tamaño considerable, pero del que
amenazan con salirse las palomitas si no lo mantenÃamos en grácil
equilibrio y sin apretar, porque en otro caso el cartón se deforma y
su contenido se desparrama igualmente. En la otra mano, el refresco,
también del tamaño sugerido por la empleada, en vaso de cartón y
con tapa de plástico con agujerito para la imprescindible pajita.
Asà las cosas, fuimos a
buscar nuestra sala de proyección. Como ando siempre como pollo sin
cabeza, llegamos con el tiempo justo, y la amable taquillera nos dio
las entradas numeradas donde a ella le pareció que se verÃa mejor
la pelÃcula. Curioso lo de las entradas numeradas cuando apenas
éramos cuatro gatos en la sala pero, eso sÃ, apretados como piojos
en costura porque a todos nos vendió las localidades con la mejor
visibilidad a su criterio.
Pero eso lo descubrà al
llegar a mi butaca, que no fue poca cosa. Con el cartón de palomitas
en equilibrio inestable en una mano, el vaso de cartón con el
refresco en la otra y la luz apagada, no es fácil encontrar el
asiento. Y entonces fue cuando comencé a echar en falta a aquel
acomodador de mi infancia, el que con su linterna y con su amabilidad
me mostraba cuál era mi asiento a cambio de una propinilla. Que le
hubiera dado gustosa si hubiera estado allÃ, en el supuesto caso de
que hubiera tenido una tercera mano con la que encontrar una moneda.
Pero como tenemos
teléfono móvil, pues todo parece estar solucionado. Basta con
sacarlo del bolso con la cuarta mano mientras la tercera sostiene las
entradas para comprobar, y listo. Se pone la función linterna con
alguno de los dedos de una de las cuatro manos, y se llega a la silla
ansiada. Coser y cantar, oiga.
Y todo esto por no
hablar de quitarse el abrigo, que ya hace rasca en la calle,
colocárselo encima de las piernas y acomodar el bolso en el suelo,
justo pegado al cartón de palomitas haciéndole de tope. Porque como
los cuatro gatos estamos apiñados unos al lado de otros por la
elección de las localidades hecha por la taquillera, imposible
ponerlo en el asiento de al lado, a pesar de la cantidad de butacas
vacÃas que hay en el resto de la sala.
Peripecias de una tarde
de cine que, pese a todo, valió la pena por la pelÃcula y por la
compañÃa.
Pero eso sÃ, aprovecho
estas lÃneas para reinvindicar a los acomodadores. Porque no era yo
sola la que atravesaba tales problemas por alcanzar su asiento. Y al
precio que cobran las entradas, ya podrÃan.
Y si no, a ver si la
evolución de la especie humana nos lleva a desarrollar una tercera y
una cuarta mano para poder ir al cine. Igual ésa es la solución. O
no.
(twitter @gisb_sus)