Juan Vicente YagoQué maravilla, la inteligencia de cabecera. Qué suerte, lo digital. Qué ilusión, el psicólogo cibernético, la piadosa mentira electrónica, el consuelo falso, ectoplasmático y sin temperatura humana; el espejismo del confidente, del amigo, del apoyo, del otro; la filfa de una presencia que no es nadie pero es algo, y por eso, al menos en teorÃa, vale más que nada. Qué sensación, poder contarse uno y seguir siendo anónimo; abrirse y no quedar expuesto; sincerarse con el robot, con el autómata, con el cyborg, con el faldero mecánico; dialogar con la chatarra complaciente que nos quiere mal porque nunca nos hará llorar. Ya es posible caminar sobre seguro en el pantano emocional. Ya tenemos el psicólogo de artificio, la nueva martingala, una más entre las muchas que nos permiten imaginar que afrontamos la realidad sin tener que afrontarla en absoluto; una rebaja, un descafeinado, un sucedáneo. Iremos a su consulta, que será no ir o ir desde casa, y nos ahorraremos la minuta del psicólogo auténtico y los inconvenientes de la comparecencia. Ahondaremos en el aislamiento y en la seguridad ful de la relación a distancia, de la interacción sin riesgo, del hacer sin hacer y del estar sin estar que va impregnando a la humanidad con alarmante presteza. Es la consecuencia de la tendencia; un peldaño abajo en la escalera demencial de los que viven como avatares de sà mismos, al margen de sà mismos, fuera de sÃ. Como dar fin a un romance con un mensaje de whatsapp -o con un audio, que supone, sobre la cobardÃa, el grosero escamoteo de la formalidad sintáctica-; como dar la cara sin darla; como ir sin ir a un psicólogo intrusista. Pero la gente no lo ve o no quiere verlo; y van siendo multitud los que se alivian la mente con la inteligencia artificial, sin darse cuenta de que la misma denominación es una flagrante antinomia, y sin reconocer, de paso, que lo que necesitan aliviar es el alma. Porque esta confusión facultativa del psicólogo real con el psicólogo artificial cubre o encubre otra confusión de mayor calado y de penosas consecuencias: la de la mente con el espÃritu, la insensata persuasión de que calmar los nervios vale tanto como calmar la conciencia, y de que paz mental equivale a paz espiritual. Pero no. La salud mental forma parte de la salud corporal, por mucho que lo nieguen quienes buscan al psicólogo cuando lo que precisan, en realidad, es un confesor -o un momento, sin prisa ninguna, delante del sagrario-; ésos cuyo problema no es una mala gestión de las emociones o una mala digestión de los acontecimientos, sino las angustias de su conciencia, las ansias y bascas que sufre cada vez que intentan convertirla en memoria silente de horrores o amordazado anecdotario de iniquidades. En el fondo está, pues, la contumacia; el desasosiego espiritual que produce. Los contumaces huyen de los confesores e incluso de los psicólogos auténticos, y buscan, como almas en pena, como difuntos en vida, como espectros errantes, una solución, siquiera transitoria, para no tener que arrepentirse; un psicólogo artificial, por ejemplo; un ente virtual, irreal; un bálsamo espurio para contumaces, contumacetes y contumazurrios; un elixir milagroso; un sacamuelas que les dore la pÃldora y toque para ellos el rigodón del autoamor y el autobombo, de la sordera y el aturdimiento, del redoble de contumacia para callar la conciencia. Qué bien, la IA; qué filigrana, el ratito diario de autoengaño; qué anestesia tan suave y qué magnÃfico trineo para bajar, sin pizca de vértigo, la pendiente del infierno.