Las obras
de
peatonalización que se llevan a cabo actualmente en la plaza del Ayuntamiento
de Valencia han dejado al descubierto, para sorpresa de las generaciones más
jóvenes, una muestra inequÃvoca de la memoria histórica de la ciudad.
Al
levantar el asfalto han aparecido las antiguas vÃas del tranvÃa y los adoquines
que no solo pavimentaban el suelo de esta plaza, sino también el de algunas de
las vÃas más céntricas.
Al contemplar las fotografÃas de estos vestigios hoy al
descubierto, no dejo de pensar en la cifra de viajeros que habrán transportado estos
raÃles ahora oxidados y antaño relucientes por el continuo rodamiento de este
medio de locomoción. Unos partÃan hacia las ocupaciones laborales de los
usuarios, otros directos al ocio de los cines y teatros, sin olvidar el
trayecto a las playas, toda una aventura para familias enteras que subÃan al
convoy cargados con las viandas que consumirÃan bajo el sombraje de Las
Arenas o de Benimar (Nazaret) en un rutilante dÃa de verano azul.
Una
incomprensible peripecia en nuestros dÃas, habituados a otras formas de vida de
horizontes más lejanos y exigencias de mayor calado. Para la grey infantil, el viaje
constituÃa una auténtica distracción, pues su mirada convertida en el
objetivo de una cámara captaba de manera inconsciente la transformación que
sufrÃa el espacio urbano nada más atravesar el rÃo para enfilar el largo camino
hacia el puerto.
Mirando de reojo sus juguetes de playa, estos viajeros
infantiles se mostraban entretenidos con la estética de los almacenes
industriales, las tiendas de ultramarinos en casitas de singular diseño
marinero, edificios modernistas, en suma, una variedad de imágenes, olores y
formas que avanzaban y se detenÃan en un sinfÃn de paradas. Otros tranvÃas
conducirÃan a viajeros quien sabe donde, quizá donde las paralelas de los
raÃles parecÃan converger calle arriba en un punto infinito bajo una tupida red
de cables y postes que cubrÃan la ciudad entera.
Me pregunto cuántos transeúntes, hombres y mujeres, habrán cruzado por
estos adoquines calzando alpargatas o sandalias, tacones o bien zapatos recién
embetunados por los limpiabotas de la antigua plaza del Caudillo, cuyo objetivo
consistÃa en la búsqueda de caballeros endomingados que esperaban sentados
leyendo quizá La Hoja del lunes o Jornada mientras sacaban lustre a su calzado.
Unos adoquines convertidos en testigos y guardianes de las alegrÃas o decepciones
de sus paseantes, sus congojas en tiempos bélicos, los desfiles procesionales, o
las conmemoraciones polÃticas de todo signo. En este aspecto sobrecoge el
recuerdo de Frederic Martà Guillamón cuando presenció en la entonces plaza de
Castelar la finalización de la Guerra civil, episodio relatado en sus memorias
de El carrer de Rubiols (Edicions 3 i 4, Valencia. 1997). Un impacto
escénico que quedó grabado en la mente de aquel niño y a buen seguro en la
pátina de los adoquines ahora visibles, testigos de la encendida algarabÃa
festiva, temerosa de un tiempo nuevo y a la postre sombrÃo:
"Jo anava de la mà del pare,
qui es trobava a cada pas amb gent coneguda que li parlava d´amics comuns i del
que havien decidit fer a última hora. SeguÃa el pas de camions i de cotxes
plens plens d´homes i dones amb aquell uniforme i aquell himne que es repetia
una i altra vegada".
Las antiguas piedras sobre
el asfalto ahora levantado pertenecen a una ciudad que languideció, se deshizo
y desapareció. A este respecto, se dirÃa que ciudades diferentes heredan el
mismo solar bajo un mismo nombre. Esta serÃa la razón por la que Max Aub al
regresar en 1969 a Valencia desde su exilio exclamara: "Esta que fue mi ciudad
ya no lo es". En su volumen de memorias La Gallina ciega (Visor Libros,
Madrid. 1971), el propio Aux manifiesta su extravÃo al pasar por los
itinerarios de su adolescencia, "a veces lo que veo no se parece a lo que vi
-no por mÃ- sino porque las cosas han cambiado; las casas, los jardines, las
calles. No las reconocen ni las suelas de mis zapatos".
Aunque Max Aub pensara lo contrario, esas ciudades que parecen
diferentes, en el fondo son las mismas. Tal serÃa el caso de la imaginaria Valdrada,
en ese análisis atemporal que Italo Calvino construyera en su ensayo Las
ciudades invisibles (Siruela, Madrid. 1998).
De esta manera, Valdrada estarÃa
construida a orillas de un lago, y asà cada uno de sus puntos se reflejarÃan
como en un espejo. Las dos Valdradas, escribe Calvino, viven la una para la
otra "mirándose constantemente a los ojos, pero no se aman". Un buen punto de
partida para la reflexión, porque en ese caso, ¿Valencia se quiere a sà misma?
¿O vive de espaldas a las otras Valencias que ocuparon su suelo?
Rafael Chirbes, en su ensayo El viajero sedentario (Anagrama, Barcelona. 2004), afirmaba
que a esta ciudad le pasa algo, no se quiere y no sabe bien el motivo:
"Valencia, la malquerida, pagando cama y ajuar de otras (…) la ciudad que paga
más que recibe, y lo resuelve sin rencor."
¿Habrá ello creado entre sus
moradores una falta de autoestima? De lo contrario no se comprende su
indiferencia hacia los vestigios todavÃa en pie o los restos que oculta su
suelo, que como capas de cebolla muestran la memoria histórica, nexo de unión
entre las ciudades del pasado y la del presente.
La urbe de hoy, sobre todo las generaciones más jóvenes, quizá no
recordaba o simplemente desconocÃa la existencia de este viejo empedrado entrelazado
con el herrumbre de unas vÃas que se
cruzan o bifurcan en otras, exponentes de una ciudad que desapareció en el
subsuelo y allà permaneció callada durante años hasta que el ruido de las
máquinas la despertó, encontrándose con una estética distinta, con fragmentos
de su pasado que siguen ahà en pie porque son difÃciles de romper.
Pero esa
nueva ciudad no es la que era, como dirÃa Max Aub. Y no deja de ser cierto,
porque aquella Valencia, la del tranvÃa que circuló por última vez en junio de 1970
ya no existe, se desvaneció en el momento en que el último convoy entraba en
las cocheras del Grao. Esa Valencia, la de viejos adoquines surcados de raÃles
se marchó sin decir nada y en su lugar han anidado dioses extranjeros.