Miles de veces se ha
comparado el cuerpo femenino con la forma de una guiÂtarra. Ignoro si es
casualidad u homenaje y, la verdad, tampoco me importa, aunque no puede
ocultarse que cierta similitud hay, o mejor dicho habÃa, ya que para alÂgunos
parece que el ideal de mujer sea un palo de escoba. Pero ahà queda la
similitud. En la forma. Por lo demás, nada me gusÂtan las comparaciones.
Abomino el sÃmil de acariciar la caja, o de pulsar las cuerdas, o de afinar el
instrumento. La guitarra es un objeto, y como objeto, pertenece a alguien. Las
mujeres, obviamente, somos personas, y no pertenecemos a nadie más que a noÂsotras
mismas. Y eso no hay canción que lo endulce.
Pero quizás esta
aparentemente lÃrica comparación responda a algo más que a una licencia
poética. Desde la noche de los tiempos, o desde la bÃblica costilla, la mujer
se ha concebido como un apéndice del hombre o, cuanto menos, como algo
subordinado. Como si no se concibiera la existencia femenina sin un ser
masculino que lo justificase. Madre, esposa, hija o hermana que, solo en
contadas excepcioÂnes, tenÃa esencia propia. Nuestra reciente historia nos da
buena cuenta de las cosas que las mujeres tenÃan vetadas sin la asisÂtencia,
retificación o anuencia de un varón.
Afortunadamente, esta fase
se superó, o al menos eso parecÃa, o fue lo que nos hicieron creer algunas
leyes, con la ConsÂtitución a la cabeza. Pero la sociedad no corre siempre al
ritmo de las leyes y, mienÂtras la igualdad parecÃa abrirse paso, las fronteras
sociales no estaban dispuestas a ceder. Y, mientras nos creÃamos que habÃamos
accedido en plenitud al mundo laboral y las cuoÂtas paritarias nos ofrecÃan un
espejismo engañoso, las mujeres seguÃan haciéndose cargo del hogar y de los
niños, como si eso fuera conÂsustancial a su naturaleza. Y mientras, tic tac,
tic tac, alguien recordando lo del reloj biológico. Y lo del instinto maternal,
como si quien no tuviera entre sus prioridades la de ser madre fuera menos
mujer.
Y claro, como siempre pasa,
las situaÂciones de crisis hacen que salgan a la luz cosas que en tiempos de
bonanza permaÂnecÃan agazapadas. Y se ven las desigualÂdades salariales, y la
precariedad, y la necesidad de renunciar a otra vida por el cuidado de los
hijos, o de los padres, y tanÂtas y tantas cosas.
Y entonces es cuando,
pilladas con la defensa baja, las leyes redondean el cÃrcuÂlo, y comienzan a
desandar todo el camino andado. Y, como si fuéramos la famosa guitarra, vuelven
a tratarnos como algo que necesita del instrumentista. Mientras, corren rÃos de
tinta con declaraciones que flaco favor hacen a las mujeres al esconÂder toda
posible responsabilidad debajo de un supuesto enamoramiento. Asà que ojo, que
no somos guitarras, aunque la forma pudiera parecerlo. Si lo fuéramos, bastarÃa
con arrinconarnos o escondernos en una horrible funda, como hacen en otras
latituÂdes. O, quizás, con tapaderas más sutiles, como nos están haciendo a
diario. No nos dejemos.