El
viajero ha quedado atrapado en el hotel porque el aislamiento es total. Todo
está cancelado. En un paÃs que no es el suyo debe hacer frente a una situación
inédita a la vez que increÃble, similar a una historia dotada de grandes dosis
de fantasÃa.
En la soledad de la habitación meditaba sobre las novelas de Ian
Fleming en las que se muestra una idea muy romántica del espionaje. Aunque
cualquier auténtico espÃa le confesarÃa que eso es irreal, pero en el fondo le
gustaba pensar en la existencia de personas inteligentes que, utilizando quizás
métodos turbios que prefiere no conocer, cuidan de esta civilización.
Y lo hacen
en silencio, en el anonimato, contra unas fuerzas abanderadas del mal que
controlan el mundo, la economÃa y los movimientos geopolÃticos, ahora mediante una
nueva arma, las pandemias. Lo que estaba sucediendo traspasaba la frontera de
la ficción para convertirse en una realidad inverosÃmil, valga el oxÃmoron, o
la crónica de una agonÃa no anunciada.
Quizá el lector crea que esto es una
digresión para romper el tema en curso. Al fin y al cabo el viajero es profesor
y novelista y le divertÃa practicar la acrobacia sobre el delgado cable que
separa la ficción de la realidad. Abajo, el abismo. Dada la situación creada,
al viajero no le quedaba más remedio que ver la vida entre bastidores o Entre visillos, como lo hacÃa Natalia,
el personaje de Carmen MartÃn Gaite, constreñida por unas convenciones sociales
muy estrictas, aunque por otras razones, lejos del confinamiento actual en el
que vive todo el paÃs.
Una reclusión a la que se habÃan acostumbrado Hans
Castorp y su primo Joachim Ziemssen en La
montaña mágica de Thomas Mann durante su estancia en el sanatorio de Davos,
un paraje rodeado de nieve alpina que constituÃa todo un antÃdoto contra la
infección pulmonar. En aquel aislamiento, Mann describió a la perfección un
interesante ámbito de conversación y debate ideológico entre personajes que
jugaban a ser ángeles y demonios, sin que nadie de ellos supiera en el fondo cuál
era su verdadero papel. ¿No se asemeja esta situación a la de los responsables
del establishment mundial? ¿O será
otra aventurada divagación literaria?
El viajero tuvo la necesidad de
buscar una farmacia. DebÃa comprar una medicación porque la que traÃa consigo
estaba a punto de terminar. Salió del ascensor, saludó al conserje y alcanzó el
mundo exterior. Llegó a una plaza grande que tenÃa un aire fantasmal. No habÃa
nadie. Miró a su izquierda y contempló la cabeza gigante de una mujer con los
ojos entornados y una mascarilla blanca.
La fiesta se habÃa quedado sin
espectadores, pensó. Siguió calle arriba y llegó a otra plaza con una torre al
fondo. Miró el plano y supo que habÃa dado con la Catedral. De repente el
tañido grave y cansado de una campana retumbaba en un caserÃo silente y alguna
paloma asustada parecÃa revolotear hacia la altura de una esbelta torre
barroca. Eran las siete y la tarde habÃa caÃdo.
CorrÃa un ligero vientecillo
húmedo que presagiaba lluvia, por ello apretó el paso y entró en la botica para
que le dispensaran la medicina. De regreso al hotel prefirió hacerlo en sentido
contrario. Entró en una calle rectilÃnea, de fachadas modernistas, huyendo de una
neblina blanca que se acercaba sigilosamente. El eco de sus pasos resonaba en
la acera ante la ausencia del trasiego habitual de una vÃa urbana que se habÃa
convertido en un paisaje extraño, apocalÃptico, similar al de un lienzo
hiperrealista de Antonio López. Torció por una calleja y se encontró al final
con una explanada sembrada de naranjos.
Solo se escuchaba el murmullo del agua
que manaba de unas estatuas al pie de una pequeña alberca. Se sentó junto a la
fontana y observó la luz ambarina de un lánguido sol acariciando un campanario
sobre una erupción espectral de nubes violáceas. La iglesia estaba cerrada. Pronto
oscurecerÃa. Miró al edificio de enfrente y le pareció ver a alguien observando
detrás de unos visillos. La reclusión hogareña comenzaba a aflorar en una
inquietante rutina que incitaba a volar lejos de la asfixia interior.
El viajero reanudó la marcha y en
pocos minutos se presentó en la puerta del hotel. La plaza guardaba un silencio
solamente roto por el agua que lanzaban los cisnes broncÃneos de una fuente
bajo unos plátanos. A una señal del conserje el viajero se acercó al mostrador
de entrada. Tras el saludo inicial le entregó un paquete a su nombre. El
viajero mostró su extrañeza. No esperaba nada. Nadie sabÃa de su llegada.
El
empleado le comentó que una dama vestida de negro, la verdad, un poco
estrafalaria preguntó por él momentos después de su salida. Al no localizarle
dejó este presente. El viajero comprobó que el nombre del destinatario era el correcto.
Maurice Clichy. Destapó el envoltorio y descubrió que se trataba de un libro
que llevaba por tÃtulo "Atrapados en el umbral". Vaya, que curioso, exclamó, el
profesor.
Ojeando el interior comprobó con sorpresa que alguien habÃa novelado
su primer viaje a esta ciudad. No tenÃa noticias de ello. Con cuidado tomó la
tarjeta enganchada en la solapa de la cubierta con el fin de descubrir la
identidad de la remitente. El profesor esbozó una sonrisa al leer, Manuela Vda.
de Pajares. Tras despedirse del conserje el viajero tomó el ascensor para
regresar a su habitación. El confinamiento -pensó- será más distraÃdo a partir de
ahora con la lectura de este inesperado relato a la espera de mejores tiempos
que sin duda llegarán.