La corrupción desmoraliza y es lo peor que le puede pasar a una sociedad. La frase, proferida por la insigne filósofa valenciana Adela Cortina, refleja el malestar generado por las revelaciones del informe de la UCO en su investigación al ex secretario de organización del PSOE, Santos Cerdán, y a su predecesor, otro valenciano cuyo apellido también comienza por 'A' -como el nombre de la citada filósofa-, entre otros.
Cuando en el vestuario del gimnasio, en la barra del bar o incluso a voz en grito por la calle con exclamaciones lanzadas por esa gente que se pone el pinganillo para charlar por el móvil y cree que tiene un auditorio delante, se habla de política, muy mal está la cosa. Resulta inusual y refleja que ha ocurrido una circunstancia que ha despertado la indignación social, que ha removido las tripas del ciudadano de a pie.
Acontece muy de cuando en cuando, pero cuando sucede, cuando se escucha en las conversaciones con tanta claridad, significa que lo que parecía evidente para algunos ya es obvio para todos, que lo latente ha adquirido la categoría de patente. Que, en definitiva, la hemorragia no puede ser taponada ni existe marcha atrás.
Vulgaridad y hastío
Leer transcripciones en las que se habla abiertamente de colocar a amantes a dedo y sin ningún mérito en puestos públicos o cobrar mordidas por contratos en ministerios, todo ello abonado con dinero público, de todos, genera tanta vergüenza ajena como irritación. Refleja la vacuidad y vulgaridad de los protagonistas y refrenda el pensamiento crítico de la legión de ciudadanos hastiados de la política.
Con un caldo de cultivo similar, en aquel caso por la corrupción en el otro bando, el PP, y el hundimiento económico durante una etapa de gobierno socialista, emergieron con fuerza inaudita en España los nuevos partidos y el bipartidismo estuvo a punto de sucumbir ante ellos. Lo evitó precisamente por los errores necios y las ambiciones desmesuradas de quienes lideraban los grandes partidos emergentes, que los sumergieron en el semiolvido con la misma fuerza con la que lograron que brotaran en aquel contexto, con paralelismo respecto al actual.
Estremece leer conversaciones de whatsapp publicadas y conversaciones telefónicas en las que aparece implicado ese exconcejal de Valencia que, en sus tiempos más puros ideológicamente hablando, recuperaba sus inicios de defensa obrera en el Partido Comunista de España o exaltaba como modelo idealizado el gobierno de Salvador Allende en Chile.
Trayectoria política
Desde entonces, el poder del torrentino José Luis Ábalos fue creciendo de manera progresiva. Aquel maestro de formación con breve periodo de ejercicio profesional en Quart de Poblet aprendió de su lejana derrota en las primarias valencianas contra Joan Ignasi Pla. Desde el citado envite, paradójicamente, la carrera política del perdedor fue a más y la del ganador, a menos.
Hábil en la oratoria y dicharachero en el trato hasta el punto de conseguir que los medios nacionales le profesen un respeto extrañamente inusual para las circunstancias, Ábalos se ha enrocado con dos personajes que generan más rechazo.
Ya no son los pillos simpáticos a los que tantos perdonan casi todo. Representan la corrupción vulgar, bastante más allá de la vulgaridad de la corrupción. La del saqueo de lo público para saciar los más bajos instintos, la que cualquiera entiende y todo el mundo reprueba en quien manda. La que cala hasta los tuétanos de la sociedad.
¿Imposible retorno?
Y han llegado hasta un punto de casi imposible retorno, para ellos y posiblemente para su partido. Si hasta el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que ha llevado hasta el máximo extremo la táctica de criticar al adversario para no responder a las preguntas sobre su responsabilidad, pide perdón, la situación ha de resultar extrema, sin escapatoria. El PSOE tiene un problema muy grave. O, mejor expresado, lo ha venido teniendo desde hace años y ha preferido espantarlo con la (i)lógica del "y tú más", guiada por el axioma de obediencia ciega al argumentario de partido. La diferencia consiste en que ahora le ha explotado hasta el punto de tener que reconocerlo y de disculparse, para desgracia de los miles de afiliados y cargos locales que sí creen de corazón en sus colores y nada tienen que ver con esas cuitas madrileñas.
¿Le servirá para revertir la situación y salvar que el desprestigio a escala nacional de su marca le lastre al declive que viven sus conmilitones en Francia?
"Si caemos en mínimos de humanidad, entonces nos deshumanizamos", reflexiona también Adela Cortina. Y cuando eso ocurre de forma palmaria y evidente en responsables políticos llega al extremo de enervar la infelicidad/indignación social. Como igualmente recalca la filósofa valenciana: "la felicidad humana no puede dejar de lado la justicia de ninguna manera". Y la res pública, menos.