Fue una mujer de hierro, como el filo de la corbella que sostenía en sus manos, capaz de doblar jornadas, segar y partirse el lomo sin quejarse. Hoy apenas sostiene un vaso de agua. La que caminaba los bancales cuesta arriba cargando haces de mies, ahora arrastra los pies por el pequeño comedor, como si cada baldosa fuera un obstáculo insalvable. El suelo que antes vencía con firmeza hoy la humilla. Cada movimiento es una negociación fallida con sus huesos.
No es solo ella. El tiempo es el mismo verdugo para todos: en la juventud seduce, en la madurez exprime y en la vejez desmorona, hasta reducirnos a despojo. Nada más igualitario que esa demolición paciente. Ya lo sabía Jorge Manrique en sus Coplas: "nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir". Quevedo dejó escrito: "soy un fue, y un será, y un es cansado". Y Unamuno lo sintió con brutal claridad: la vida se devora a sí misma, y el tiempo no perdona. Pero ni la poesía ni la metáfora nos salvan: el tiempo arrasa incluso los recuerdos, y solo deja escombros.
La decrepitud no encierra misterio alguno. Es la entropía, el desgaste inevitable que gobierna todo lo que existe. Igual que se apaga una estrella o se enfría un café, así se desploma un cuerpo. Cumplido el ciclo reproductivo, el individuo pierde valor: en términos evolutivos ya no cuenta. La selección natural lo aparta, lo desecha, porque lo único que importa es el relevo, el intercambio y la renovación incesante de la especie.
Hegel lo advirtió mucho antes de Darwin y de la genética: la especie solo se mantiene mediante la desaparición de los individuos, cuyo destino, cumplido el apareamiento, no es otro que acercarse a la muerte.
Y, sin embargo, la sociedad aparta la vista. Los viejos son tratados como una molestia en el engranaje, un estorbo que se arrumba en habitaciones, residencias o silencios. Se ocultan como se ocultan las ruinas que incomodan la mirada. Pero ese cuerpo tembloroso no es un error: es un espejo. Y en él está escrito lo que nos aguarda a todos… si llegamos vivos hasta entonces.
Recuerdo una escena de mis años de estudiante en la Universitat de Valencia. En Benimaclet, un anciano cruzaba la calle con lentitud. Un coche frenó de golpe y el conductor lo insultó a gritos: "viejo", le reprochó, como si la torpeza fuera un delito. El hombre me sostuvo la mirada un instante. No pedía compasión: solo mostraba la certeza de haber recibido una injusticia. Esa mirada no la olvidé. Era la de quien ya no tiene defensa ni contra el tiempo ni contra el desprecio de los vivos.
El tiempo no se apiada ni se detiene. Más que transformar, tritura. Al final no somos más que carne gastada. Y no queda nada que negociar: porque el único que siempre gana es el tiempo.