No hay que temer al desencanto.
Lo peor no es perder las ilusiones, sino seguir aferrado a ellas cuando ya no sostienen nada.
La infancia cree en hadas, la juventud en revoluciones. La madurez comienza cuando uno aprende a mirar el mundo sin esperar que lo salve ninguna magia.
El desencanto no es tristeza. Tampoco cinismo. Es una forma de lucidez. Una manera de vivir con los ojos abiertos, sabiendo que no todo sale bien, que no siempre hay justicia, que a veces uno da más de lo que recibe. Pero también sabiendo que eso no hace la vida menos valiosa, menos digna, menos nuestra.
Después de todo -como dijo alguien- con la vida sucede lo mismo que con una amante: es preferible cansarse de ella antes de que sea ella quien se canse de nosotros.
¿Egoísmo? Tal vez.
Pero llega un momento en que uno ya no persigue la felicidad absoluta, sino la serenidad posible.
El desencanto no es un estado de ánimo: es una disposición. No cambia lo que ocurre fuera, pero transforma la manera de verlo.
Sólo un necio es inmune al fracaso. El resto necesitamos vacunarnos. Y el desencanto es esa vacuna: una que no anestesia, pero prepara.
Rousseau lo escribió mejor que nadie: "Estos males son grandes, pero han perdido toda su fuerza sobre mí desde que he sabido soportarlos sin irritarme."
Quizá eso sea madurar: no dejar de esperar, sino saber perder sin rencor.
Y seguir caminando sin miedo.