Susana Gisbert Tengo
un amigo que dice que solo lee a los clásicos. Llevo ya tiempo
tratando de rebatirle, y me parece un asunto tan interesante que he
decidido dedicarle un artículo. A él y a los clásicos y clásicas
que lee, pero, sobre todo a quienes no lee, porque merecen una
oportunidad.
Quizás
alguien se pregunte por qué alguien que, como yo, dice amar la
literatura, no está de acuerdo con leer literatura clásica. Pero no
es eso. Con lo que no estoy de acuerdo es con el hecho de que esa sea
su única lectura. Porque, por contradictorio que parezca, eso
mataría la literatura si fuera práctica común.
Como
es obvio, ni Cervantes, ni Galdós ni Emilia Pardo-Bazán nacieron
siendo clásicos. Un buen día se pusieron a escribir, y si no fuera
porque sus coetáneos les valoraron, tal vez no hubieran seguido
haciéndolo, y nunca habrían cruzado la línea de la posteridad. Si
la gente de aquella época se hubiera obcecado en decir que solo leía
el Cantar de Mío Cid, o a Jorge Manrique o al infante Don Juan
Manuel, seguiríamos leyendo solo eso. Porque habrían evitado la
evolución. Y si los contemporáneos de aquellos hubieran hecho otro
tanto, no habría literatura. Sin más.
La
otra posibilidad es que nadie hubiera hecho ni caso a estos autores y
que hubieran acabado de mala manera, como Van Gogh, que no vendió en
vida un cuadro y jamás podrá disfrutar de que sus obras sean las
más cotizadas. O como John Kennedy Toole, autor de la hoy
archifamosa Conjura de los necios, que se suicidó tras la depresión
a que le llevaron las constantes negativas de las editoriales.
A
mí, sinceramente, me gusta más el modelo de Vicente Blasco Ibáñez,
mi paisano, que triunfó en vida por su calidad, y sigue leyéndose
por la misma razón. Nadie durante su vida se negó a leerlo porque
aún no fuera un clásico. Si lo hubieran hecho, tal vez no lo seria.
Otra
cuestión es qué es un clásico para mi amigo. Su vara de medir,
curiosa pero no exclusiva, es la de que el autor o autora esté
muerto, como si criar malvas en un cementerio mejorara la obra de
alguien.
Ahí
lo dejo. Dejo a criterio de quien me lea si le damos la razón a mi
amigo o, por el contrario, damos una oportunidad a la literatura
contemporánea, sin perjuicio de seguir leyendo a clásicos y
clásicas cuando nos lo pida el cuerpo. ¿Cuál es el veredicto?
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