Juan Benito Rodríguez Manzanares. /EPDA
En ocasiones aquella famosa frase que dice:
«La realidad supera a la ficción»
Toma forma definida y adquiere personalidad y vida propia, sobre todo
cuando hablamos del carácter, en algunas ocasiones socarrón y
mordaz de los valencianos, como podemos comprobar anualmente en los
llibrets de falla. Así pues, cuando nos ponemos a gastar bromas,
dejamos el listón muy alto. Si es que realmente lo que vamos a
conocer se puede calificar como broma.
Hoy vamos a introducirnos, no en una leyenda, no en un mito, no en
algo que pudiera ser que haya ocurrido, sino en una historia real que
ocurrió en Valencia en el siglo XV, de la cual hay constancia
fehaciente según algunos documentos de la época.
Toda historia tiene un inicio y, en esta hemos de buscarlo en el
Miguelete («Micalet» en valenciano), el segundo campanario de la
Catedral Metropolitana de Santa María de Valencia, el cual, cuando
se construyó entre 1381 y 1425 fue llamado «Campanar Nou»
(«Campanario Nuevo»), sustituyendo al campanario románico. El
Miguelete se construyó exento y separado físicamente de la
catedral, al igual que otros muchos campanarios en el mundo como «La
Torre de Pisa», el «Campanille de Giotto», el «Campanille de San
Marcos», el «Camanario de Lavra de Kiev» y otros tantos.
Como apunte histórico citar que al Miguelete cuando lo construyeron
no le colocaron la espadaña, cosa que se realizó entre 1660 y 1736,
elevando su altura inicial de casi 51 metros, hasta los actuales 63
metros.
La Sala Capitular, hoy Capilla del Santo Cáliz, situada en la parte
opuesta del Miguelete, también estaba separada de la catedral, pero
en 1459 se iniciaron las obras de lo que se llamó «Arcada Nova» o
«Arcada de la Seu», que fue un nuevo tramo que se añadió a la
Catedral y con ello, tanto el Miguelete como la Sala Capitular se
unieron definitivamente a la Catedral.
El Cabildo le encargó la obra al maestro de obras, Francesc Baldomar
(c. 1395-1476), el cual dejó plasmado su busto en un bajorrelieve en
el pilar este de la Arcada Nova. Este hombre, además de ser un gran
profesional, era una persona excelente que poseía un carácter muy
pacífico, amable, confiado... Extremo que, en más de una ocasión
le pasó factura, pues algunos de sus obreros le gastaban algunas
bromas, no siempre de muy buen gusto, como la que vamos a conocer.
El maestro Baldomar, tenía un borrico que guardaba en un cobertizo
no muy lejos de la obra, el cual utilizaba para desplazarse por toda
la ciudad de Valencia cuando así lo requería.
Mas, una noche de principios de 1462, al amparo de la oscuridad y la
soledad de la misma, algunos de sus obreros decidieron gastarle una
broma espectacular y algo pesada. Para ello, rompieron algunos
cerrojos y alguna cosilla más, y sacaron el burro de donde lo
guardaba Baldomar, y por la angosta escalera del Miguelete que lleva
hasta la terraza del mismo, subieron el burro a empujones, con un
gran esfuerzo y, seguramente bastantes horas de trabajo, pues, para
quien no conozca dicha escalera, cabe comentar que es helicoidal, de
las llamadas «de caracol», con una anchura de no más de 80 u 85
centímetros, y cuenta con 207 peldaños de una altura media de unos
25 centímetros para completar los 50,85 metros que hay desde la base
en el suelo hasta la terraza. Esto nos da a entender la fuerza que
tuvieron que utilizar los hombres que subieron el animal a la terraza
del Miguelete, y las penalidades que pasaría el burro.
Una vez en lo alto, dejaron al burro en la terraza y, al día
siguiente, cuando subieron a la misma el campanero y los sacristanes
para hacer tañer las campanas, como era lo habitual, se encontraron
con una «bestia» que los miraba fijamente, con el comprensible
susto que eso les causaría. Dicen las crónicas que bajaron las
escaleras corriendo y gritando llenos de miedo y, que el hecho se lo
atribuyeron a la magia y la brujería, temas muy populares y
extendidos en esos momentos, y a los que se le atribuía todo aquello
que no podían explicar.
Poco tiempo después se supo fehacientemente que todo había sido una
broma de algunos de los obreros de Baldomar, pero este de todas
maneras se quejó ante el Cabildo, pero del mismo sólo obtuvo el
apremio para que bajara el burro de la azotea del Miguelete, ya que
el animal era suyo. Así pues, a pesar de haber sido la víctima de
la broma, tuvo que pagar de su bolsillo la maniobra de rescate, ya
que primeramente intentaron bajar al burro de nuevo por las
escaleras, pero el animal se negó rotundamente a bajar por esas
mismas escaleras por las que había subido, seguramente presa del
miedo.
Así pues, para la maniobra de rescate, Baldomar contrató los
servicios de unos marinos del puerto de Valencia que estaban
acostumbrados a cargar y descargar con poleas bultos muy pesados. Los
marinos sujetaron al burro con gruesas maromas y por medio de unas
poleas comenzaron a bajarlo, pero el animal entró en pánico al
verse «volando», así que lo tuvieron que volver a subir y taparle
la cara con un saco para que no pudiera ver lo que estaba ocurriendo
a su alrededor mientras lo bajaban, y de esta manera pudieron
completar la labor de rescate del burro, y con ello concluyó una
broma que, no sé si se podría llamar como tal.
Ahora bien, era sabido que entre el maestro de obras Francesc
Baldomar y el Canónigo de la Catedral, Guillem Ramón de Vich y
Vallterra (1460 o 1470-1525), no había muy buenas relaciones, y dese
que murió el suecano Antoni Bou, Vicario de la ciudad de Valencia,
el 25 de noviembre de 1461, que era el protector de Baldomar, la
tensión entre este y el Canónigo se hizo más tensa. De esta manera
cuando el 17 de abril de 1462, Baldomar denunció al Canónigo ante
el juez Berenguer Company por diversas cosas que a su entender le
había hecho este, no obtuvo la justicia que él creía que merecía
o la que andaba buscando, al igual que tampoco encontró respaldo del
Cabildo cuando ocurrió la broma del burro.
Valencia también es sinónimo de socarronería y bromas a lo grande.
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