Hector González. /EPDA La calina estival parece que atempera proyectos y problemas (los dos ´pro´ que marcan nuestra existencia). Cuando empieza julio todo se acelera para realizarlo de inmediato o se pospone para ya septiembre, con la conciencia de que agosto es el mes del ralentí o del freno en la actividad para quien no viva o se dedique al turismo.
La población se atrinchera en sus hogares/locales, en sus bares de cabecera (los que quedan abiertos), sobre todo a última hora de la tarde, expande sus cuerpos sobre la arena de las playas del distrito Marítimo o de pedanías como Pinedo, El Saler o El Perellonet (que en Valencia tenemos mucho para elegir) o escapa directamente de la ciudad durante algunas semanas de agosto o, directamente, durante su totalidad.
Es el mes del respiro, aunque con las elevadas temperaturas a veces parece que inspiremos más fuego que oxígeno. La época del año en que la búsqueda de la solución a los problemas (salvo los urgentes) se retrasa. Entre otras cuestiones porque cuentas con pocos aliados para solventarlos. Los centros de salud y hospitales se encuentran bajo mínimos; mientras que clientes y suministradores cierran sus puertas, parcial o totalmente, tratando de hallar ese reposo balsámico casi imposible el resto del año.
Que se pare todo (o casi) no significa que también lo hagan los problemas. Ocurre lo contrario en cuestiones como el incremento desmesurado del precio del alquiler de la vivienda o el crecimiento galopante de la inflación. Agosto no hace más que agravarlas. También acrecienta la soledad. Para muchas personas que viven sin compañía (en una situación encontrada pero no buscada) y cuya sociabilidad se concentra en comprar en el horno o en el supermercado, tomar un café en el bar de su esquina o bajar al centro de mayores, el decaimiento de agosto resulta traumático.
Sí, estamos hablando de un problema que crece como una larva y que puede acabar con consecuencias letales. En suicidios. Aunque la pronunciación de la palabra todavía parezca tabú en algunos ámbitos. “No sabes la cantidad de avisos que tenemos por este tipo de sucesos”, me comentaba recientemente un amigo policía alarmado. Insisto, agosto no atenúa este problema; sino que lo que amplifica.
Como otros muchos que afectan a la mente y al cuerpo de las personas. Da pie a pensamientos decantados por campañas políticas martilleantes, como la que llena de pintadas Valencia animando a transexuarse. “Cada vez tengo más pacientes adolescentes en mi consulta que llegan para cambiarse de sexo animados por un educador”, me indicaba días atrás una amiga psicoanalista.
Una operación de este tipo no es hacerse un tatuaje ni dejarse barba. Va muchos más allá. Y ha de partir, por las consecuencias que puede suponer, de un profundo y madurado convencimiento interno y no de una tendencia impulsada por un (o unos) determinado partido político que, como todas las modas, se limita a un tiempo de efervescencia. Y en este caso ceder o sumarse no tiene una fácil marcha atrás. No es como afeitarse la barba o quitarse un piercing.
Bueno, llega agosto. Intentemos olvidarnos de los problemas.
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