Susana Gisbert. EPDA
Supongo
que, al leer este título, mucha gente habrá pensado en Lucrecia
Borgia, la que llevaba, según se cuenta, un anillo con veneno
siempre preparado para ser usado.
Pero
no es de ese de la que voy a hablar, sino de otra Lucrecia que, a
pesar de que también sale en la Wikipedia -lo he comprobado- no es
tan recordada como se debería. Una mujer víctima del veneno que hay
gente que lleva no en el anillo sino en sus mentes y en sus almas. El
veneno del racismo.
Lucrecia
Pérez fue asesinada en Aravaca (Madrid) en 1992. Hace apenas unos
días que hemos conmemorado el aniversario. El suyo fue el primer
crimen racista considerado como tal en España. Lucrecia sería a los
crímenes de odio algo así como Ana Orantes a la violencia de
género.
Lucrecia
era mujer, inmigrante, negra y pobre. Un cóctel perfecto para
convertirse en víctima de una pandilla de salvajes que tenían por
santo y seña el odio contra todo lo que fuera diferente. Y se
emplearon a fondo. Lucrecia Pérez dejó en aquella discoteca
abandonada donde se refugiaba los sueños y esperanzas de una vida
mejor que le llevaron a dejar su tierra sin más patrimonio que su
vida.
Los
culpables fueron juzgados y condenados, como debe ser. Pero aquí no
acabó todo. El sentimiento persistía, más o menos agazapado, en
otros muchos salvajes como los que acabaron con Lucrecia y, lo que es
casi peor, en otras personas que no parecen tan salvajes y que nunca
cometerían un delito de sangre.
Corren
días difíciles. El odio que permanecía agazapado ha encontrado una
vía para salir a la luz y hoy podemos verlo en muchos sitios. Porque
ese desprecio a los inmigrantes, ese empeño en equipararlos a
delincuentes, esa intención de expulsarlos de nuestras fronteras y
de nuestras vidas no es otra cosa que una muestra de odio. De ese
odio que mató a Lucrecia y a quienes vinieron después.
Los
crímenes de odio no solo se cometen con pistolas, cuchillos y
navajas. Y no solo los cometen quienes empuñan las armas. Se cometen
cada vez que alguien escupe su veneno en redes, en discursos o en
tertulias de café. Aunque no siempre tengan encaje en el Código
Penal, ese veneno es mucho más peligroso que el del anillo de
Lucrecia Borgia.
Pensémoslo
la próxima vez que oigamos o leamos un chiste racista, xenófobo o
discriminatorio de cualquier otro modo. Pensémoslo cuando no digamos
nada, o hasta nos riamos por no quedar mal. No olvidemos nunca que no
condenar el odio lo alimenta. El silencio es cómplice.
SUSANA GISBERT
(TWITTER @gisb_sus)
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