Susana Gisbert. EPDA Esta Navidad no pensaba poner árbol, ni Belén, ni adornos, ni nada de nada. Cuando ya no hay criaturas que lo demanden, el esfuerzo de la decoración navideña exige ganas extra, y este año las mías se las llevó un virus que tiene secuestradas nuestras sonrisas desde marzo. Lo tenía decidido cuando empecé a escuchar voces amigas que me decían exactamente lo contrario. Este año pensaban adornar la casa como nunca. Al fin y al cabo, este año permaneceremos más tiempo en ella.
Me hicieron pensar. La verdad es que tenían razón. Este año las circunstancias nos obligan a estar en casa más que nunca, y las Navidades no solo no son la excepción que confirme la regla, sino que han traído restricciones como como regalo adelantado, como el carbón que los Reyes Magos traen a los niños y las niñas que se portan mal. En nuestras manos está endulzarlo de algún modo. Y los adornos y el buenrollismo pueden hacer que ese carbón sea del dulce, que no es lo mejor del mundo, pero no es como el de verdad.
Así que yo, que soy muy de repensar, repensé mi decisión de no adornar la casa e imitaría a mis animosas amigas. Solo había un problema. Mis amigas consiguieron hacerme cambiar de idea, pero no me contagiaron las ganas, que ahí seguían, agazapadas en el más recóndito recoveco de mi espíritu, que seguía negándose a disfrazarse de Navidad.
Encontré la solución paseando por la calle, como quien no quiere la cosa. Mientras contemplaba, con la desidia de este tiempo, mi imagen enmascarillada en un escaparate -no me acostumbro a identificarme con esa mujer de boca tapada- descubrí lo que había detrás del cristal. Justo lo que necesitaba. Un arbolito mono, con sus lucecitas y sus bolitas incorporadas, que se encendían con un solo clic. Un árbol de vaga.
Ahora luce en mi casa y recuerda a las pocas personas que puedan venir que, pese a todo, en Navidad. Pero una Navidad distinta. Cuando lo miro, veo una metáfora de lo que vivimos. Tratamos de hacer cosas, de encontrar nuevos modos de trabajar y comunicarnos, nuevas formas de ocio y de reunión. Hemos tenido que inventar, incluso, sucedáneos para los besos y abrazos que se quedaron en el limbo. Y eso en el mejor de los casos, porque hay quien perdió los besos y abrazos de algún ser querido para siempre.
Al final, puse un árbol de vaga, pero lo puse. Prometo que el año próximo, si nos devuelven nuestras vidas, convertiré mi casa en el paraíso del espumillón, ¿Alguien da más?
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