Susana Gisbert. /EPDA Ya tenemos las Pascuas aquí. Tras un par de años, van a ser las más parecidas a las de toda la vida, a una de tantas cosas que creíamos inamovibles y que nos han demostrado que nada se puede dar por supuesto.
Como siempre, en esta Comunidad Valenciana nuestra nos sentimos como “los raritos de las pascuas”. Nuestras vacaciones escolares son diferentes de las del resto de España y, mientras la televisión y demás medios de comunicación se llenan de procesiones y de programación ad hoc, aquí seguimos como siempre hasta el Jueves Santo. Pero que nadie crea que nuestras niñas y niños tienen menos vacaciones, que la Semana Santa estira hacia delante el calendario, y es la semana siguiente, la de Pascua, la que dejan de ir al cole.
Pero hay algo que compartimos con el país entero, se sea religioso o no se sea en absoluto. Las torrijas. Ese dulce humilde y delicioso que tiene tantas variedades como abuelas y madres hay en el mundo.
Las torrijas de mi casa se hacían con pan, aprovechando las sobras. Cuando era pequeña, pensaba que las nuestras eran la única modalidad posible, y que era poco menos que un sacrilegio hacerlas con panquemado, bizcochos o con cualquier otra cosa que no fuera lo que yo conocía.
Pero los años te ensanchan las miras, y los tiempos todavía más. Ahora paladeo de vez en cuando torrijas de horchata, o de cualquier otra cosa, que se sirven como postres en restaurantes de postín. Poco que ver con el espíritu de aquellas torrijas que se hacían para aprovechar lo que había en casa y celebrar aquel tiempo de recogimiento que un día fue la Semana Santa.
No echo de menos el recogimiento, ni la beatería impuesta de mi más tierna infancia, cuando los cines cerraban por decreto y en la tele no podías ver nada que no fuera, además de misas y procesiones, películas como Ben Hur, Quo Vadis, el Evangelio según San Mateo o Jesús de Nazaret. Pero sí echo de menos el sabor de aquellas torrijas y, sobre todo, su espíritu.
Hacer torrijas era deshacerse de lo sobrante para hacer con ello algo nuevo y delicioso. Algo así como tomar lo que tenía de bueno lo viejo y deshacerse de lo malo. Disfrutar de lo que se tiene en vez de llorar por lo que se carece. Porque las torrijas eran, además de algo muy esperado, una excusa para reunirse, para hacerlas y para comerlas.
No sé si sabré hacer torrijas como las de entonces. Pero estoy segura que no me sabrían igual. Ya quisiera.
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