Francisco López Porcal. EPDA Desde hace
bastantes años, el desánimo social se ha instalado en buena parte de la
sociedad española, un fenómeno que ha ido creciendo hasta desembocar en el
hastío y el disgusto actuales. Conversaciones escuchadas en reuniones
familiares, en las terrazas de las cafeterías, en el trabajo, no importa donde,
rezuman incertidumbre. Y no hablemos de las redes sociales. Basta asomarse a
cualquiera de ellas para comprobar el grado de acritud y descalificación alcanzados
en discursos altamente polarizados en los que se han perdido las formas y el
respeto por la opinión contraria. Ya no hay templanza, porque ha ganado la
frustración. Atrás quedaron los tiempos bonancibles de una aparente
estabilidad institucional, así como de una situación económica que, si no era
triunfante, al menos eran factores convincentes de que el país iba funcionando.
Sin embargo, los primeros nubarrones se dejaron ver en el horizonte de la
recesión de 2008. Todo un aldabonazo para muchos hogares que tradicionalmente
habían configurado durante años la clase media, ese escalafón indispensable en
todo Estado desarrollado. A las incipientes dificultades económicas se
añadieron otras tormentas, las de los escándalos de corrupción que se solaparon
con la crisis de la monarquía, los primeros fuegos catalanes, la caída del
bipartidismo y por tanto la repetición inusual de elecciones generales que al
no alcanzar una mayoría absoluta ha evidenciado la incapacidad, y de qué
manera, para alcanzar pactos en el fragmentado arco político. Todo lo que ha
venido después es público y notorio. El enfrentamiento, el narcisismo, la arrogancia
y la estrategia política para conservar el poder, han terminado por arrinconar
los valores de los mejores estilistas de antaño en esto de la cosa pública,
para dar paso a la mediocridad en un juego suicida en el que los participantes,
como me parece haber leído hace poco a un periodista de un rotativo de amplia
difusión, han aprendido antes las trampas que las reglas. La majadería
provocadora y la vacuidad de pensamiento de algunos han sustituido a las luces de
la oratoria y las dotes constructivas de todo personaje de altura. Y en esa vanidosa
ceguera, la clase política ha puesto de manifiesto la falta de alguna facultad
moral, llamémosla la facultad de la falta de la vergüenza. Creo que fue Honoré
de Balzac quien sentenció que había que dejar la vanidad a los que no tienen
otra cosa que exhibir, porque -añado- más de un dirigente no está capacitado
para este noble trabajo de servir al bien común. Ante tantos despropósitos, el
ciudadano de a pie, el que no ha perdido todavía el buen criterio, asiste
perplejo como espectador de un partido de tenis de dobles, en los que los
participantes despliegan un juego agresivo, antideportivo sin importarles
obsequiar al público con una demostración del buen hacer, lanzándose bolas con
tal fiereza que no les importa su rebote en el espectador que tiene todo el
derecho del mundo a presenciar un buen juego.
Por todo ello no es extraño que el
contribuyente muestre su desánimo ante la incongruencia y los desatinos delante
de una incertidumbre económica que está provocando una depresión colectiva. Las
soluciones se retrasan, llegan tarde, cuando llegan. ¡Oiga, déjense de
escenificaciones! ¿Qué hay de lo mío? todo un clamor a la sordera y el silencio
de unas instituciones afectadas por una preocupante parálisis.
Si la situación era ya de por sí
complicada, la inesperada plaga del Covid ha empeorado todavía más esta
tragedia griega en la que ha sucumbido el mito del líder político, el personaje
ilustre que debía ser, para ser sustituido por la figura incoherente al que
poco importa lanzar hoy, con todos los focos y aparatosidad teatral posibles,
una proclama y mañana la contraria sin inmutarse. Hay que servir par ello,
claro.
Por si el puchero no estaba suficientemente lleno, faltaba el
despropósito catalán, que esgrimiendo la libertad de expresión se excusa en
cumplir las leyes y gobernar para los que no piensan igual en medio de un
delirio imparable, además de consentido. ¡Ho tornarem a fer! La otra mitad, la
que no merece ser patriota, aunque grite por el olvidado seny popular,
asiste estupefacta a la hoguera política secesionista en la que sus próceres
marchan en llamas haciendo caso omiso del incendio que ellos mismos han
provocado. Pongamos que, en una hipotética república catalana, al día siguiente
de ser proclamada, tras los emocionados discursos, finalizados los abrazos, los
brindis y cuando las cenizas de los últimos fuegos artificiales hubieran
llovido sobre la ciudad condal, más de un activista sentiría el vértigo de una
ausencia de proyecto vital. ¡Ja tenim República! Molt be ¿I ara que fem?
No echemos más sal a las heridas de una Cataluña dividida social y
políticamente, y déjense de zarandajas, no utilicen ni maltraten la figura del
Rey a su conveniencia y olvídense de la memoria histórica en estos momentos,
cuando son necesarios tantos esfuerzos en común para sacar al país del barrizal
en el que se halla estancado, porque a pesar de los numerosos consejeros,
delegados, departamentos, secretarios, subsecretarios, consejerías y ni se sabe
cuántos cargos más, aun así, seguimos escuchando disparates y contradicciones,
desacuerdos y faltas de coherencia. Todos a cargo del erario, claro. ¿Qué deben
pensar aquellos que lloran la pérdida de su trabajo y el negro panorama de
muchas familias para subsistir cuando el Congreso se convierte en un circo de
reproches?
Entiendo que esta lamentable situación no se arregla fácilmente porque
llueve sobre mojado y la devastación de la pandemia está siendo explosiva. La
ciudadanía necesita signos relevantes que marquen un camino de estabilidad a
seguir, proyectos que se materialicen, facilidades para restaurar el tejido
empresarial y la sanidad pública, las artes y las letras, retos que abordar
como la digitalización, la transición ecológica para canalizar el cambio social
y económico esperados, pues mientras continúen los absurdos, el pueblo español
estará necesitando, sino los está solicitando ya, de figuras carismáticas que
orienten como manifestaba hace unos días en una entrevista de radio un conocido
escritor que clamaba por poner de relieve la autoridad de los intelectuales,
filósofos, literatos con mensajes influyentes que actúen como luminarias entre
tanta oscuridad en una España que parece estar viviendo en la pesadilla de un
nublado infinito.
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