Susana Gisbert Cuando yo era niña, allá por el Pleistoceno, muchos domingos por la tarde la única cadena de televisión existente emitía películas de Tarzán. Yo estaba acostumbrada al Tarzán de siempre, primero solo, luego con Jane y después con Boy, cuando una tarde la pantalla me sorprendió con otro diferente. Y lo más chocante no era su cara, sino sus pies. Aquel nuevo Tarzán llevaba zapatillas.
Mi madre me explicó que era difícil andar descalzo y que, precisamente, una de las razones por las que escogieron a Johnny Weissmüller era que, al haber sido nadador, estaba acostumbrado a andar sin zapatos. Ignoro si esta historia era verídica, pero me convenció. Pese a que siempre me gustó andar descalza, reconozco que no es igual hacerlo sobre los baldosines que en plena selva, con sus lianas y sus cocodrilos.
El Tarzán calzado no tuvo ese problema, pero el auténtico, cuando fue a Nueva York en la película correspondiente, se las veía y se las deseaba para comprimir sus hasta entonces libres pies en unos zapatos y andar con ellos. Y ahora lo entiendo.
Nuestras caras estaban acostumbradas a andar por ahí libres, pegadas a nuestras cabezas. Nada la tapaba más allá de la capa de maquillaje que cada cual quisiera ponerse, si es que era de su gusto. No éramos conscientes de esa libertad hasta que nos tocó llevarlas tapadas, al igual que Tarzán no era consciente de la libertad de sus pies, sin riesgo de juanetes.
Tarzán lo tenía más fácil. Bastaba con marcharse de Nueva York para volver a su jungla y a sus pies descalzos. Aquí, sin embargo, lo que tenemos que lograr para recuperar nuestras caras es que se marche el maldito bicho que desde hace casi un año nos amarga la existencia.
Ahora ya no son los zapatos lo primero que me quito al llegar a casa. Es la mascarilla. La sensación de poder respirar sin obstáculos es parecida a la que tenía cuando me desprendía de un calzado que me apretaba demasiado.
Espero que todo esto termine pronto y podamos volver a ver nuestras sonrisas, o nuestro rictus de amargura, sin necesidad de leer en los ojos. Tengo ganas de que las gafas no se empañen, de pintarme los labios y de sacar la lengua sin tropezar con un trozo de tejido. Tengo ganas de recuperar mi vida.
Eso sí, mientras esperamos tengamos, mucho cuidado que el bicho no se anda con tonterías. Ya volverá el día en que lo único que queramos quitarnos al llegar a casa sean los zapatos.
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